Diciembre de 2025 llegó con un golpe en seco al bolsillo y a la tranquilidad de millones de hogares. El fantasma del racionamiento volvió a instalarse en la conversación pública y las facturas de gas comenzaron a volverse impagables para familias y pequeños negocios. Para muchas familias, especialmente de estratos bajos, el aumento del gas no es un debate técnico: es la diferencia entre cocinar o recortar gastos básicos.
En pequeños negocios el alza del gas ya se traduce en menores márgenes, aumento de precios o cierres silenciosos. Mientras desde el Gobierno se insiste en desmentir cualquier riesgo y se señala a supuestos “especuladores”, la realidad técnica es otra: el sistema energético colombiano entró en una zona de fragilidad que no nació del azar, sino de una cadena de decisiones políticas erráticas, señales contradictorias al mercado y la nula planeación. La brecha entre el relato y la realidad hoy se siente en la cocina de las casas, en la industria y en la incertidumbre cotidiana de la gente.
No estamos frente a una coyuntura pasajera. Lo que vive Colombia es la consecuencia de haber puesto la ideología por encima de la seguridad técnica. La promesa de una transición energética acelerada, justa y ordenada terminó chocando con un sistema altamente dependiente del agua, con baja diversificación y con un rezago evidente en inversión.
A esto se suma una expansión insuficiente del sistema, advertida desde hace años por expertos y calificadoras como Fitch Ratings, que alertaron sobre el riesgo de déficit por falta de inversión y reglas claras. Gobernar la energía no es un ejercicio simbólico: es un asunto de planeación milimétrica, porque cuando falla, no falla el discurso, sino el bolsillo y la estabilidad de los colombianos.
El llamado “apagón técnico” que hoy advierten expertos no surgió de la noche a la mañana. Durante años se alertó que la inestabilidad regulatoria y la incertidumbre alrededor del Cargo por Confiabilidad estaban frenando la inversión. En el 2025, el sistema apenas incorporó cerca del 2% de la capacidad de generación que estaba proyectada, una cifra dramática para un país cuya demanda crece y cuya matriz sigue concentrada.
Se requerían inversiones cercanas a los 40 billones de pesos en generación, transmisión y distribución en la última década, pero la falta de reglas claras y la desconfianza ahuyentaron proyectos clave e inversores. Hoy, culpar a los generadores por precios altos es una cortina de humo que esconde una falla estructural del Gobierno: no haber garantizado la expansión oportuna del sistema.
La crisis del gas desnuda con mayor crudeza esa improvisación. Importar gas desde Venezuela se ha vendido como una salida rápida, pero en realidad es una opción de alto riesgo. El problema no es solo político: es jurídico y financiero. Las sanciones de la OFAC (autoridad de EE. UU. que regula restricciones económicas) prohíben transacciones con empresas sancionadas como Petróleos de Venezuela S.A., y cualquier operación directa sin licencias claras puede activar sanciones o bloquear pagos y contratos. Para Ecopetrol, eso significa riesgos como pérdida de acceso a financiamiento, mayores costos de operación y afectación de su cotización internacional, con impacto directo sobre sus más de 500.000 accionistas, muchos de ellos ciudadanos comunes. Si se decide “a la carrera”, el costo puede terminar en más presión sobre toda la economía, especialmente en hogares que hoy ya sienten el golpe en la factura del gas. En la práctica, la incertidumbre sobre el gas termina trasladándose al usuario final. El gas no solo se usa para cocinar: incide en el precio de los alimentos, en el transporte, en procesos industriales básicos y en la canasta familiar, amplificando el impacto inflacionario sobre los más vulnerables.
La contradicción es profunda. Mientras el Gobierno afirma querer reducir la dependencia de importaciones, la decisión de no firmar nuevos contratos de exploración de gas condenó al país, precisamente, a depender de gas extranjero o de mercados internacionales volátiles. Colombia dejó de asegurar parte de su gas futuro sin tener alternativas firmes listas. Eso no es una transición ordenada, es aumentar el riesgo del sistema. La transición energética, si se quiere hacer bien, exige gradualidad: mantener respaldo mientras entran nuevas fuentes, para que el servicio sea continuo y el costo sea manejable.
A esa fragilidad se suma un problema fiscal que no se puede maquillar. El anuncio de reducir tarifas por decreto y de intervenir el mercado puede sonar bien, pero choca con una realidad dura: el sistema de subsidios está técnicamente quebrado. Para el periodo 2025-2026, el déficit en subsidios de energía y gas se estimó en cerca de 8,9 billones de pesos, y la deuda acumulada del Estado con el sector energético ya superaba los 6,1 billones. Pretender bajar tarifas mientras el Estado no paga lo que debe es asfixiar a quienes garantizan el servicio. La “justicia tarifaria” no se construye desfinanciando el sistema, porque eso solo prepara el terreno para un apagón financiero que, inevitablemente, antecede al apagón físico.
La transición energética justa, además, se quedó corta en la ejecución. Aunque Colombia tiene una de las matrices más limpias de la región, más del 66% de su generación sigue dependiendo de hidroeléctricas, lo que nos vuelve muy vulnerables a fenómenos como El Niño. Y el freno no es solo “voluntad”, es gestión. Hoy buena parte de los proyectos se están demorando porque los trámites pueden alargar los cronogramas hasta en un 50 %, entre permisos, conceptos, consultas y falta de coordinación institucional.
Esa demora tiene un efecto directo: encarece la financiación, enfría la inversión y retrasa la entrada de nueva oferta, justo cuando más se necesita. En regiones como La Guajira, donde se prometió desarrollo y alternativas productivas, muchas comunidades sienten que la transición llegó primero como anuncio y después como conflicto, porque el diálogo social y los beneficios concretos no han ido al mismo ritmo del discurso. La justicia ambiental no se decreta: se construye con reglas claras, trámites eficientes y presencia del Estado.
Aquí hay una dimensión humana que no se puede perder de vista. La energía no es un lujo tecnocrático; es bienestar, estabilidad emocional, es la posibilidad de planear la vida sin miedo a que mañana no alcance para pagar la factura. En los hogares el gas ya no es solo un servicio: es una fuente de angustia mensual. Cuando la política energética falla, el golpe no es abstracto: se traduce en ansiedad, en negocios cerrados, en hogares que tienen que elegir entre comer o pagar servicios. Por eso este debate no puede reducirse a trincheras ideológicas. Requiere sensatez, rigor técnico y una mirada de centro que entienda que el Estado y el sector privado no son enemigos, sino corresponsables.
Gobernar no es improvisar. La crisis energética que enfrentamos hoy es la factura de haber confundido los deseos con la realidad técnica. La transición energética es indispensable, pero su viabilidad depende de una planificación seria, inversión constante, seguridad jurídica y, sobre todo, respeto por las reglas del juego. Apostar por soluciones improvisadas, ya sea interviniendo precios sin respaldo fiscal o buscando salidas geopolíticas frágiles, no fortalece la soberanía, sino que la debilita aún más. Colombia necesita recuperar el rumbo con sensatez: garantizando exploración responsable, diversificación real de la matriz energética, pagos oportunos, reglas claras y una transición que ante todo proteja a la gente. Porque, como en la política, la energía solo funciona cuando se gobierna con cabeza fría y responsabilidad.
