Ese día, estábamos reunidos algunos amigos charlando sobre nuestra historia común. Juaco, mi primo, era parte del grupo, y en silencio, nos escuchaba cuando recordábamos sus gestas como deportista. Había unanimidad en cuanto a que era él quien mejor movía la pelota como número 10 en fútbol, mientras en baloncesto, rara combinación, era un alero rápido y de afinada puntería.
Recordamos cuando alguna vez le pegó magistralmente a la pelota en un tiro libre, y el balón, antes de inflar la red, graficó una carambola de dolor en las partes nobles del arquero, flojito de manos. Juaco, sonrió con nostalgia ante nuestro alborozo, tragó su último sorbo de cerveza y nos dijo con unas lágrimas que quedaron presas en sus ojos: “ustedes hablan de mí como si me hubiera muerto, pero como ven, yo sigo aquí”. Se levantó, y con paso cansino para su edad, se fue.
Desde ese día, conozco la mirada de los ex; de los ex campeones, de los ex ídolos, de los ex estrellas, de los ex centro de miradas, de los genios del pasado. Los he visto, tratando de entrar a un estadio sin boleta para ver al equipo al que le dieron su gloria. Los he mirado, cuando con sigilo se acercan a los micrófonos de los comentaristas cuando parte o llega una etapa, con la ilusión de que los entrevisten; me los he encontrado en coliseos, con sus infladas y desgastadas alturas, arrastrando el peso de su sapiencia sin paga, y los he entrevistado, reclamando que alguien les de la mano pensional o solidaria para mitigar su pobreza.
Esa situación, que, por supuesto, no se repite en todas las personas que alguna vez tuvieron gloria y reconocimiento, contrasta con aquellos tiempos cuando se creían inmortales y ni siquiera pensaban que llegaría el momento del olvido, que casi siempre, coincide con el de la ingratitud, y en muchos casos, con el de la miseria, que es una etapa más deprimente que la pobreza, porque ella está caracterizada por la incapacidad de defenderse en otros oficios o profesiones.
Durante esta pandemia, hemos también descubierto otras verdades: que no todas las personas que se mueven alrededor del fútbol, ganan mucho dinero; que los deportistas de casi todas las disciplinas, sufren más de lo que consiguen persiguiendo la gloria, y que, con excepción de becados, protegidos o patrocinados, que son los menos, sufren con sus familias porque siempre tuvieron que rebuscarse la vida persiguiendo esa meta o ese récord esquivo.
Ese virus maldito, también descubrió bichos raros, como las víboras que viven del sudor del deportista; como los vampiros, que cobran por la sangre de sus representados; como el de las ratas, que están saliendo a reclamar comida a otros lados, porque sin goles, cestas, puntos, metas o cintas vencidas por quienes explotan, no cobran.
Hemos sido testigos, de lo que casi creímos imposible: que algunos han encontrado en lo más profundo de su ser, algo de humildad para reconocer que nadie es realmente autónomo, que todos nos necesitamos, que el Estado no es solamente el gobierno, y que cuando se comparte el brindis y se disfruta el circo en los momentos buenos, también se saborea el pan y es más llevadera la soledad en los difíciles.
Esta prueba solamente la están pasando deportistas y dirigentes ecuánimes, solidarios, sencillos, humildes, formados en la dificultad y no en la abundancia, llegados al estrellato como fruto de su propio trabajo y no alcanzado en paracaídas de oportunismo económico, político, e incluso, como resultado de la explotación, la extorsión y la corrupción, que de todo hay, sí señor, aunque poco se diga en público.
Ahora, incluso las estrellas, se me parecen a mi primo Juaco, porque muchas de ellas están tristes, deprimidas, angustiadas por no saber cuál es su futuro, incluso cercano. Porque la obesidad de la opulencia, se está convirtiendo en la disecada figura de la verdad, esa que tiene a los ídolos igualados con los obreros que les sirven, en la esperanza de que al menos algo de lo que había, vuelva, más que para poder cobrar, para simplemente vivir.