Elkin Obregón, ¿y ése quién es?

Llego tarde; lo sé, Elkin. Perdona. Que vicio ése tan nuestro de llegar con retraso. O no llegar. Nos pasa siempre por aplazar las cosas. Me indignó tanto el vacío que te hicieron en esa Historia de la caricatura en Colombia, que tu ausencia en tres tomos, triplemente ofensiva, me inspiró una columna que dejé para luego. Ya para qué columna si te has muerto. Ésta que ahora escribo, quizá solo la lea algún amigo despistado que pase por aquí y diga: “Sí, murió el maestro”. Ya ves que no escribo “nos dejó”, para que no te revuelvas en la tumba. Estás muerto, pues, cosa dolorosísima para quienes tanto te quisimos. Nos enseñaste, entre otras muchas cosas, a huir del tópico y del eufemismo, y a llamar a la Señora por su nombre. 

Elkin Obregón. Algunos se preguntarán: “¿Y ése quién era?” Un artista, les digo, nada menos. Es decir, uno de esos tocados por la gracia de los dioses. Uno que, como él mismo se definía, nació con un lápiz en la mano. Hizo dibujo político, caricatura y acuarela, y se inventó una tira cómica en la prensa —Los invasores— que dejó de existir por esa razón tan nuestra, tan nacional, tan propia, que es no pagar por el trabajo lo que vale. “Pagaban tan poquito”, dijo al despedirla. 

Fueron seiscientas entregas, casi dos años de una labor inteligente; que, en una sociedad más generosa, a lo mejor habría tenido un mayor recorrido y un aprecio más justo. Pero estábamos aquí, en este país al que tantas virtudes encontraba; y, ya ven, ni para ingresar a una antología de caricaturistas llegaron sus méritos. Dicen que no le importó. Lo dudo. Lo habrá callado como callan los nobles, los sabios y elegantes —que esas tres cosas era—, ante el agravio grosero de los ignorantes o mezquinos. O las dos cosas juntas, ya qué más da.

Decía Luis Buñuel que todo un día sin una carcajada era una jornada perdida. Por eso, cuando sentíamos que se perdía el tiempo a raudales, resultaba lo más conveniente acudir al zarzo del maestro a recuperarlo. A dejar que corrieran las horas como ya nadie lo hace, sin una pantalla de por medio, solo con el diccionario de doña María Moliner a sus espaldas, a portada de mano, por si surgía alguna duda en la conversación. Entonces, la charla empezaba por cualquier parte, seguros de que navegaríamos sin rumbo y sin puerto, guiados por su portentosa memoria, y aderezada la tarde por esa virtud tan escasa que es saber reírse de sí mismo. Elkin Obregón era especialista en esa difícil y singular materia. Y en otras muchas cosas.

Porque era un artista completo. Además de lo ya dicho, fue poeta y escritor. Y hasta arquitecto; pues abandonó la carrera poco antes de llegar a la meta, pero con los conocimientos e inspiración suficientes para proyectar dos bares. El último, para encuentros lúbricos y, a petición del cliente, con residencia familiar en la segunda planta. Cómo no íbamos a encontrar tan exclusivo diseño en su biografía.

En su última columna para Universo Centro, Elkin Obregón nos dejó dos claves de su personalidad. Una, cuando dice refiriéndose a un cuadro de Dalí, que “hay en todo aquello una suerte de placidez, una mirada limpia y ligera, capaz sin embargo de susurrarnos ese algo inefable que es, acaso, el poder supremo del arte”. ¡Qué bien lo sabía! Y dos, cuando al referirse a unos protagonistas de la tira cómica Mafalda, dice de ellos: “Felipito, alma gemela de quien te habla, y Guille, ese anarquista en estado puro que este humilde cronista hubiera querido y no pudo ser”. En esto último nos mintió, seguramente por pudor; porque lo fue, y notable.

No sé si al final de sus días tuvo tiempo de leer el último libro de Vargas Llosa, Medio siglo con Borges. Aunque no le hacía falta, porque Elkin de Borges lo sabía todo. En todo caso, pregunta el Nobel peruano al eterno candidato a ese galardón sueco, si la respuesta formulada años atrás sobre el tedio que le producía la política, seguía siendo válida. “Bueno, en lugar de tedio diría ahora fastidio… ¿Cómo admirar a seres que se pasan la vida poniéndose de acuerdo, diciendo las cosas que dicen y (con perdón) retratándose?”, puntualiza Borges.

El único tema vedado en las tertulias con el maestro, tácitamente, con discreción porque lo conocíamos, era la política. Asunto del que seguramente se ocuparán con interés y fruición los creadores de la Historia de la caricatura en Colombia. Entonces sí se entiende, han hecho bien en excluirlo.

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