Hernán López Aya

Guerreras y súper poderosas

Cuando nació ‘Manu Chau’, mi primera hija, sentí que el mundo me daba una patada de la buena suerte y un tremendo susto por la responsabilidad que llegaba.
Claro. A mi cabeza volvió lo de “el pan debajo del brazo”, la bendición y demás. Pero el susto no me dejaba pensar y, más bien, me llevó a cometer una sarta de errores que, con el tiempo, entendí pero no justifiqué.

‘Las viejas’, palabra ochentera que utilizamos para definir a esos seres que tienen la capacidad de convertir la tierra en plana, y de la manera más sencilla, hacen con nosotros lo que se les da la gana. Y no lo digo por manipulación o malas intenciones; lo digo porque, cada día, son capaces de sorprendernos con más certeza y potencia.

Y comienzo la explicación de este argumento con dos detalles que han marcado mi vida.

El primero: corría el año dos mil algo cuando mi hija mayor, embelesada por el gusto de darle patadas a lo que se le atravesara, me dijo con algo de timidez, pero con una doble intención: “Pá, ¿me regalas un balón de fútbol?

Antes de su nacimiento, soy sincero, yo quería un niño, para endeudarme en guayos, canilleras y escuela de fútbol; hacer de mis domingos de voleibol una constante “madrugadera” y lindas jornadas de congestiones rumbo a las canchas en las que mi pequeña ‘estrella’ jugaría, que por lo general quedan a miles de kilómetros de un casco urbano y caótico como el de Bogotá.

Pero como la vida sabía que tenía que llamarme a cuentas, se encargó de darme una adicción al trabajo y dos hijas. No digo que fue malo; para nada. Es uno de los regalos más valiosos que he recibido.

Cuando escuché la petición, volvieron los anhelos. Pensé: ya estoy bien endeudado, entonces, ¿por qué no un poco más? Y me imaginé, otra vez, comprando guayos, canilleras y sufragando escuela de fútbol.

Acto seguido, pagué la circunferencia “balompédica” y envuelta en sendos pliegos de papel satinado, entregué el presente. Tres meses después, el pobre balón estaba acabado, fue decomisado más de tres veces en el colegio y mi hija mayor tuvo dos suspensiones, varios morados en sus piernas y un pelotazo en la cara que le mermaron las ganas de ser la que “nos sacaría de pobres” en canchas de Europa o Asia. Ahora se dedica al diseño gráfico y es fanática de Soda Stereo.

El segundo: este me fregó más.

La Lupita, como le decimos de cariño a mi hija menor, siempre me acompañó a mis jornadas domingueras de voleibol. Entusiasmada por la actividad y, también con timidez y algo de doble intención, me dijo: Pá, ¿me regalas un balón de volei?

Ahí sí fue. Por fin. Ya no eran canilleras, eran rodilleras. Ya no eran guayos, eran tenis especiales. Y la escuela igual de cara. Otra vez los sueños. Pues qué carajos. Pagué escuela, le regalé mi balón y la seguí llevando a mis jornadas.

La ‘goma’ se le acabó cuando se graduó del colegio y decidió tomar otras decisiones en su vida.

Estuve a punto de tener dos cracks en mi casa y de salir “dos veces de pobre” con lo que yo hubiera querido hacer desde niño: ser deportista y “salir de pobre”. Para tener consuelo, y porque me parece que es una alegría, dediqué mis esperanzas a disfrutar el fútbol y el voleibol femeninos. Este no es mi primer texto sobre el tema, pero sí el primero en el que destaco las tremendas alegrías que nos dejan; que cierran un montón de bocas irreverentes e imprudentes; y que desembocan en una euforia y un amor por lo que estas deportistas hacen “con las uñas”.

Hablo de la Selección Colombia femenina sub – 17 de fútbol; de la Selección Colombia femenina de fútbol de salón; y de la Selección Colombia femenina de voleibol…

Tres nombres con sus letras llenas de gloria, esfuerzos, dedicación y una que otra guerra enfrentada. Esas mujeres se convirtieron en el ejemplo de un país que, al pasar de los días, trata de reconstruir su tranquilidad pero que cada vez más encuentra piedras y episodios que no lo dejan ser feliz. Sin embargo, los triunfos de las guerreras y las súper poderosas nos apartan un poco de esa cruda realidad y nos permiten reír, gritar, “madrear” (árbitros y rivales) y divertirnos sin fin.

Ahora son homenajeadas, celebradas y respetadas. Son importantes para Colombia, son figuras especializadas en ser felices y en hacernos felices. Son las que nos regalaron un campeonato mundial, un subcampeonato mundial y la primera participación en un mundial de voleibol femenino, algo muy lejano hace unos años. 

Por el fútbol femenino y sus extensiones, tengo a mi lado derecho en el trabajo a una de “esas extensiones”. Una ‘vieja’ intensa con el tema, entregada al oficio y buena ‘papa’. Ella, Paula, me ha permitido entender que el deporte, más que cracks, crea cultura, tendencias, formas de pensar y de vivir; lo que, en tiempos remotos, era un argumento de vida irrisorio y una perdedera de tiempo.

Y también tengo mis otras extensiones, pero en la casa, que no necesariamente son deportivas, pero si bien importantes y que cambian el planeta, como lo dije hace unas líneas, de redondo a plano cuando les place: mi esposa, mis hermanas, mis primas, la abuela, los recuerdos de mi mamá y las dos cracks que no me han “sacado de pobre”, pero me han hecho millonario en felicidad.

Manu Chau sigue en Buenos Aires, haciendo su vida cultural, gráfica, de rock en español, de Gustavo Cerati y Luis Alberto Spinetta. De trabajo en boliches y restaurantes; de viajes en tren desde La Plata, de sueños e ilusiones.

La Lupita, por cuestiones del destino, sigue soñando con la medicina, con aprender buen inglés y tomando “tesas” decisiones de vida. Ella va a ser mamá del gran LUCAS, ese que, de pronto, sí nos saca de pobres y me lleva a gastar, ahora sí, en guayos, canilleras y escuela de fútbol.

Mujeres que nos cambian la vida, que nos dan lecciones y lo más importante: alegrías.

Voy a ser abuelo… ¿Quién lo creyera?

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Hernán López Aya
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