Anastasia, es una joven de 18 años que vivía en Mariupol, ciudad costera en Ucrania, quien debió salir de su país en febrero, cuando Vladimir Putin decidió invadir su país por cuenta de sus caprichos y paranoias. Su padre tenía un negocio de repuestos de barco cerca al puerto y su madre, se encargaba de la casa y de sus dos hermanos menores; ella y su familia lograron salir antes de la devastación rusa, en un barco por el mar Negro, llegaron a Turquía, desde donde tomaron un avión para entrar como asilados a Italia, les tocó dejar todo abandonado y hoy comienzan una nueva vida. Anastasia es timida, apenas se le escucha la voz; pero muy puntual llega en bicicleta al curso a aprender el idioma, usa un IPhone, consulta Tic Toc y su vestuario es juvenil. Se nota que la vida le dio un giro, pero no pierde la gracia de la juventud, sus uñas y su cabello rojizo natural, siempre están bien arreglados; aunque sus ojos claros dejan ver miedos y dudas por un nuevo inicio, en un país que, si bien los acoge, no es es el suyo y es evidente que le cuesta la adaptación.
Abdul es afgano, tiene 20 años, salió en un avión americano hasta una base militar gringa en Egipto, de donde inició una travesía por Libia; luego pasó a Argelia, donde fue retenido por un grupo terrorista en la frontera para ser vinculado a sus filas, pero luego de un mes logró escapar del campamento con un amigo Senegalés y salir hasta Túnez; hizo tránsito en una patera o barca por el Mediterraneo hasta la isla de Sicilia, al sur de Italia, pero aún le faltaba recorrer casi todo el país para llegar al norte. Su voz temerosa refleja la angustia vivida en esa travesía que parece de película, en partes de su relato se queda pensativo y los ojos se le llenan de lágrimas, las palabras tardan en salir, pero se llena de fortaleza y asegura que lo logró, que está poniendo todo su empeño para aprender el idioma italiano, encontrar un trabajo y adaptarse a una nueva vida y los retos que está traiga y necesita ganar dinero para mandarle a sus padres que aún siguen en Afganistán. Y ahora, tiene un nuevo amigo y van juntos a clases, Hassen, un etiope que salió de África, huyéndole al la hambruna que azota las provincias su país, cuenta que le tocó ver a muchos niños morir de hambre sin ninguna ayuda. Cruzó medio continente africano para aspirar a alguna oportunidad, estuvo detenido por la policía italiana cuando logró llegar, aunque a través de una organización humanitaria de Derechos Humanos recobró su libertad y obtuvo un permiso de trabajo en Italia. Está trabajando y llega muy cansado pero necesita ganar más y para ello debe saber comunicarse con fluidez. Es mecánico y ansía poder hacer lo que más le gusta, desarmar y reparar motores.
En el pupitre de al lado tengo a mi compañera Aleah, quien llegó de Marruecos escapando a la opresión, allá la mujer es prácticamente un cero a la izquierda, no pueden trabajar, manejar auto, ni vestirse como quiera, sus derechos son limitados. En clase, es la que más ríe y se le nota que está feliz, es entusiasta y siempre quiere participar, nos cuesta entenderle, solo habla arabe y unas palabras de francés, pero siempre logra comunicarse, sueña con trabajar en un restaurante y traerse a su hermana, dos años menor.
No son personajes de ficción, son personas de carne y hueso que he conocido en un salón diverso en Mantova, Italia, donde la comunicación no es sencilla pues todos hablamos idiomas diferentes; seres humanos de diferentes edades, la mayoría jóvenes, provenientes de muchas partes del mundo, con la ilusión de poder realizar sueños. Todos compartimos un denominador común, el deseo o la necesidad de aprender la lengua italiana y salir adelante. Expectativas e historias de vida que reflejan la inestabilidad del mundo actual, convulsionado por las guerras, el hambre y la pobreza; originada casi siempre en el errado manejo político de mandatarios inferiores a los retos de la historia. Ojalá cada persona que lea esta columna intente entender lo difícil que es la vida de un migrante y que existen infinidad de razones que los obligan a migrar y dejar sus territorios, en Colombia lo estamos viviendo con los venezolanos. Todos, de alguna forma u otra tenemos cerca una historia de vida difícil, vale la pena cualquier tipo de ayuda o apoyo, pero por encima de todo debe primar el respeto, no entrar en señalamientos racistas o xenófobos; menoscabar o señalar, nos hace inferiores como personas.