En 1924 la Liga de las Naciones, organismo internacional creado por el Tratado de Versalles y antecedente de la ONU, lideró por primera vez la discusión conceptual internacional acerca de la infancia y aprobó la “Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño”, como condición moral para que los países miembros los respetaran en algunos aspectos muy básicos.
Tuvo que pasar la Segunda Guerra Mundial, surgir la Organización de las Naciones Unidas (ONU), crearse la Unicef, proclamarse en 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) y elaborarse en el mismo año una segunda Declaración de los Derechos del Niño, para que finalmente, en 1959, la ONU lograra el primer gran consenso internacional sobre la infancia y aprobara una nueva “Declaración de los Derechos del Niño”.
La Declaración del 59 incluía 10 principios, pero no tenía carácter obligatorio y fue solamente hasta el 20 de noviembre de 1989 que se logró aprobar el texto definitivo, que una vez convertido en ley en 1990, es hoy aceptado en 196 países del mundo.
Este resumen histórico obedece a la necesidad de explicar que solo desde hace 3 décadas los niños en nuestra sociedad fueron vistos como sujetos de derecho y no como objetos. La “Convención sobre los Derechos del Niño” se compone de 54 artículos y define cuatro principios fundamentales: la no discriminación; la dedicación al interés superior del niño; el derecho a la vida, la supervivencia y el desarrollo y el respeto por sus puntos de vista. Este último fundamental porque supone ver al niño como un ser que puede dar opiniones y debe ser escuchado, además de considerarlo tan importante como cualquier otro sector de la sociedad.
Luego de por lo menos 4 millones de años de historia de la humanidad, en los últimos 30 son muchos los estudios e investigadores que aseguran que la voz de los niños debe ser importante en la sociedad y que debemos escucharlos como sujetos de conocimiento que actúan sobre su entorno y están en un proceso de transformación. Desafortunadamente, los infantes siguen apareciendo como testigos mudos en los diferentes eventos que ocurren, por ejemplo, en los desastres naturales, la violencia, los problemas escolares, la alimentación y el hogar, entre otros.
Mientras la sociología teoriza y busca que los niños sean vistos como seres sociales, la antropología trata de interactuar con ellos mediante metodologías que permitan acercar su conocimiento, interpretarlo y resignificar el saber de los adultos al respecto. Los especialistas enfatizan en la necesidad de estudiar la forma de sacar el mayor provecho de lo que pueden contar, porque es mucho y muy importante.
No obstante, seguimos rindiendo culto al adultocentrismo y damos prioridad y predominio a las opiniones de las personas adultas. Esto se trata, por decir lo menos, de una contradicción, ya que incluimos a los menores a través de la educación, intervención y protección social, pero los excluimos de la participación ciudadana y la opinión pública.
La transmisión de los patrones culturales de los adultos hacia los niños, lo que ahora conocemos como enculturación, fue definida por Marvin Harris, máximo exponente del materialismo cultural, como "Una experiencia de aprendizaje parcialmente consciente y parcialmente inconsciente, a través de la cual la generación de más edad incita, induce y obliga a la generación más joven a adoptar los modos de pensar y comportarse".
Ahora bien, frente a la crisis que en los niveles social, económico y medioambiental atravesamos, hace inevitable cuestionar si los adultos hemos y estamos haciendo la tarea bien hecha. Considerar que los niños y sus opiniones no aportan a la sociedad, tachándolas de inútiles, nos impide apropiarnos de nuevas formas de vernos como humanidad, tal vez en algunos casos más acertadas que las que conocemos y con los cuales educamos las nuevas generaciones.
Desde que nacemos adquirimos conocimiento y desarrollamos una concepción del mundo que nos rodea. La convivencia en el hogar, la escuela, los vecinos, la televisión, los medios tecnológicos y una infinidad de relaciones van haciendo a los niños y niñas ser seres sociables y siempre ha sido regida por los adultos.
Hemos destruido más de lo que hemos construido. Las consecuencias están a la vista y ahora diseñamos campañas para prevenir sobre las consecuencias de lo hecho y tratar de generar en los adultos cambios comportamentales que permitan desaprender el individualismo, la depredación medioambiental, la desigualdad y la inequidad, entre otras cosas, que se han transmitido por generaciones.
Necesitamos un cambio de pensamiento y tenemos que darnos cuenta que los niños tienen cosas que decir frente al mundo que les rodea. Debemos escuchar sus argumentos y considerarlos el motor de cambio porque, finalmente, es en esa edad temprana donde estamos imponiendo las creencias, valores y actitudes que nos han llevado a donde estamos.
Los gobiernos, las empresas y los adultos tenemos que tener en cuenta a la niñez, escuchar lo que son nuevas formas de pensar frente a la vida, y lo más importante, encontrar la manera de darles significado y de aprovechar a los menores como actores de un cambio social responsable desde el hogar. Es hora de dejar el adultocentrismo y dar su lugar a la niñez.