Escribo desde un aula, pero también desde un país donde las infancias siguen cayendo al vacío, a veces literal y otras simbólicamente. Lo que ocurrió en el edificio Vila Nova, en Ibagué, no es solo una tragedia aislada. Es un síntoma profundo de todo lo que nos está haciendo falta como sociedad. Y sí, aunque duela decirlo, nos está fallando todo: el sistema de salud, la familia, la escuela, y también el Estado.
El pasado 20 de mayo, mientras en su colegio se celebraba el Día de la Familia, una niña de apenas 13 años cayó desde el décimo piso de un edificio residencial. No voy a escribir su nombre, no por censura, sino por respeto. Porque su historia ya ha sido reducida a un titular y merece algo más: una reflexión urgente, colectiva y comprometida.
Esta niña no era invisible. Su historia estaba escrita en los registros de orientación del colegio, en los boletines de su anterior institución, en sus silencios y en las pequeñas señales que dejó. Tenía heridas emocionales, había mostrado signos de ansiedad, había hablado, había pedido ayuda. Pero esa ayuda no llegó con la fuerza, la continuidad ni la humanidad necesarias. No basta con activar rutas si esas rutas son callejones sin salida.
En Colombia, todos los días hay estudiantes que ríen mientras por dentro se desmoronan. Niños que cargan violencias, duelos, vacíos afectivos y estructuras familiares rotas. Y me sigo preguntando qué sentido tiene un ordenamiento jurídico que consagra derechos si esos derechos no se garantizan de forma real.
No estamos frente a un caso de “problemas emocionales” como si fueran caprichos pasajeros. Estamos ante una crisis de salud mental infantil que no se está tomando en serio. A esta niña, como a muchas otras y otros, se le remitió a salud mental. Pero el sistema -sí, ese que entrega citas para dentro de tres meses- dejó en pausa una vida que ya no podía esperar.
Podemos culpar a los colegios, a las familias, a las EPS, al Estado. Pero nada cambiará si no entendemos que aquí todos somos responsables. No para señalar con el dedo, sino para actuar con propósito. Los docentes no somos psicólogos, pero sí somos la primera línea. Escuchamos, intuimos, abrazamos con palabras. Pero solos no podemos. Necesitamos redes de apoyo reales, activas, sensibles y sostenidas.
Y también necesitamos dejar de romantizar el dolor. Frases como “los niños son resilientes” o “todo pasa” han sido excusas para no actuar con contundencia. La infancia necesita tiempo, presencia, escucha activa y, sobre todo, amor sostenido. Un colegio no puede reemplazar una familia. Un taller emocional no puede reemplazar un tratamiento profesional. Un abrazo de la profesora o profesor no puede curar lo que un sistema entero no quiso atender.
La caída de esta niña no solo es literal: representa el abismo entre nuestras leyes y nuestras acciones, entre lo que declaramos y lo que hacemos. ¿Cuántos más deben caer para que tomemos en serio la salud mental de nuestros niños?
Que esta historia no se repita. Que nos duela lo suficiente como para cambiar. Que dejemos de mirar hacia otro lado. Porque si algo nos enseña esta tragedia es que, a veces, lo que llamamos caída es en realidad el reflejo de todo lo que ya habíamos dejado caer mucho antes: el cuidado, el afecto, la escucha, el compromiso.