Durante la pasada reunión de mandatarios, con motivo del encuentro anual de este tipo que suele tener lugar en la sede de Naciones Unidas en Nueva York, vimos una imagen fugaz en la que no muchos repararon con suficiente atención: al primer ministro español, Pedro Sánchez, sentado entre los presidentes de Chile, Gabriel Boric, y de Colombia, Gustavo Petro. Sánchez, cuyo ego no cabe siquiera en la sala de plenos de la ONU, no podía disimular su incomodidad. Flanqueado por los dos “revolucionarios” tercermundistas, seguramente se estaría acordando de la madre del jefe de protocolo del organismo, mirando siempre al frente, sin dirigir la palabra a sus incómodos vecinos.
Y sin embargo, por más que le pesara, estaba donde le correspondía. De un estilo muy diferente al de Gustavo Petro, Pedro Sánchez tiene mucho en común con el presidente colombiano. Lo hemos visto esta misma semana con la utilización que hicieron ambos de la tragedia de Gaza con fines puramente políticos. Los dos cruzaron un límite ético al transformar el sufrimiento de los palestinos en una plataforma para sus agendas personales. Disfrazaron de solidaridad y justicia lo que no son más que mezquinos intereses políticos.
Por un lado, Sánchez usó su pretendida defensa de la población gazatí para desviar la atención de los graves problemas legales que afectan a su entorno cercano, en particular las acusaciones judiciales que pesan sobre Begoña Gómez, su mujer, al borde de ser sentada en el banquillo de los acusados vinculada —entre otros varios delitos— a los de tráfico de influencias y malversación. Pedro Sánchez no tuvo inconveniente en enviar un buque de la Armada española a “proteger” la flotilla de barcos que durante las pasadas semanas han viajado desde Europa hasta Gaza. Montando un número de pretendida ayuda humanitaria, Sánchez logró que la epopeya de los barquitos ocupase titulares y robara la atención que en otras circunstancias habría tenido el caso de su mujer.
Por su parte, Gustavo Petro ha aprovechado el conflicto y la tragedia de Gaza para querer erigirse en “líder mundial”. Como si no tuviera suficiente con la realidad colombiana, con las crisis recurrentes de su gobierno, desgastado además por la violencia de grupos armados ilegales. El inflamado discurso de Petro contra Israel y Estados Unidos, sus gestos mediáticos —como la expulsión de diplomáticos israelíes— y su convocatoria a una “huelga general mundial” no solo son una escenificación destinada a ocultar los fracasos internos. A Petro se le ven las intenciones: está en campaña electoral y si hay que echar mano de los muertos de Gaza, pues se echa.
La utilización de Sánchez y Petro de la llamada flotilla de ayuda a Gaza —más cargada de cámaras y discursos que de asistencia real— fue un acto propagandístico donde la “solidaridad” sirve, al primero, para tapar sus vergüenzas judiciales y, al otro, como herramienta electoral. Así, en circunstancias distintas, ambos coinciden en usar la tragedia y las víctimas como bandera política y telón de fondo para su necesidad de protagonismo.
El efecto perverso de la flotilla ha sido colocarse en primer plano y dejar al fondo el escenario de quienes sufren el conflicto. La peticiones de ayuda y la penosa situación que padecen los habitantes de Gaza han quedado sepultadas por la presencia de la variopinta tripulación de los barquitos; que restaron incluso protagonismo al plan de paz para la franja de Donald Trump.
Tanto Pedro Sánchez como Gustavo Petro instrumentalizaron la tragedia de Gaza al utilizar la flotilla que terminó en manos de los israelíes, convirtiéndola en una herramienta de polarización que ocultó lo más importante: la necesidad de llamar la atención internacional sobre la escasez de la ayuda humanitaria en la franja de Gaza. Hay un límite que la política nunca debió traspasar: convertir la tragedia en escenario de lucimiento personal. Gustavo Petro y Pedro Sánchez lo han cruzado sin pudor. Pero ya sabemos lo que importa eso a estos dos alegres compadres: nada