Carlos Salas
Carlos Salas

La embriaguez del totalitarismo

¿Qué tienen en común el nazismo, el comunismo y el fascismo? Tienen en común que los tres caen en la embriaguez totalitaria resultante de la insaciable sed de un licor embrutecedor que se destila en el ejercicio del poder. Recientemente, la mayoría de los gobernantes del mundo lo bebieron y se deleitaron en la mezquindad del totalitarismo con el pretexto del bien común llegando a extremos como el de confinar a sus pueblos como ninguna tiranía en el pasado se había atrevido. Por desgracia, y ahora con un pretexto universal al que se acude para imponer el totalitarismo, el de la desigualdad, cualquier fulano que ha llegado a la presidencia en un país democrático termina en dictador porque le dio la gana. Este es el lamentable caso de lo que ocurre en nuestro país con Petro que sí no fuera por su siniestra manera de jugar las cartas, lo que le ha significado usurpar el cargo más importante de Colombia para convertirlo en un adefesio de tiranía en la que gobernará desde un trono que él mismo con la ayuda, claro, de unos idiotas útiles, ha construido a su medida para desde ahí posar de emperador, no sería más que un don nadie.

Considerar que el fenómeno Petro resultó de la praxis de una ideología es una falacia. Por ello, tratar de encasillarlo cómo nazi, comunista o fascista es inútil. Cuando lo requiere acude a esas fuentes bebiendo solo lo superficial de ellas, para que desgastar su pequeño cerebro profundizando en una u otra si le da igual; lo que sí encuentra en ellas es el licor embrutecedor del poder.

Hanna Arendt acuñó el término de la banalidad del mal cuando presenció el juicio al arquitecto del holocausto, Adolf Eichmann, luego de ser secuestrado en Argentina, dónde el peronismo le brindaba refugio, para ser llevado clandestinamente a Israel y ser juzgado públicamente. Arendt pidió a la revista The New Yorker que la enviara como corresponsal; quería entender qué lleva a una persona a cometer actos tan atroces y, lo que es más escalofriante, llevar, paralelamente, una vida familiar como la de cualquiera.

¿Hanna Arendt vio en Eichmann un demonio, un psicópata o, si acaso, un fanático? Nada de eso. Se asombró ante un burócrata que cumplía fielmente su labor llegando a ser muy efectivo en ella, es decir, en lograr asesinar el mayor número de niños, ancianos y jóvenes judíos y deshacerse de los cuerpos, lo que le significaba un esfuerzo mayor. Para indignación de muchos de su pueblo, Arendt dejó a la vista lo que nadie quería ver, la complicidad de algunos judíos que hicieron que la matanza fuera mayor al entregar a la Gestapo listados de sus congéneres para que fueran llevados a campos de concentración. También cuestionó al pueblo alemán por su indiferencia y su participación directa o indirecta en los hechos.

El mal es banal y se ejecuta desde el estado cuando llegan al poder personajillos tan despreciables que no habrían destacado en nada si no fuera por vivir embriagados de poder; ni Hitler, ni Stalin, ni Mussolini, cómo tampoco Petro, merecerían nuestra atención sin esa condición. Son tan banales cómo Eichmann, sin duda.

La tentación del totalitarismo se podría equiparar a la tentación de un alcohólico ante la botella. Caer en ella es más fácil que abstenerse. Oler los efluvios del contenido de la botella y beber la primera copa, bastan para sentir los efectos del alcohol en la sangre que hace su camino hasta el cerebro, condicionando así cualquier pensamiento y comportamiento. A veces vemos con simpatía al borracho, pero eso es solo momentáneo, termina por causarnos repugnancia porque nada bueno podría esperarse de quién ha caído en las garras de tan nefasto vicio.

Repugnancia despierta recordar a los tiranos, lo que no se corresponde con la tolerancia que se tiene con ellos mientras están sentados en su efímero trono. Es incomprensible que pueblos en los que ha brillado la inteligencia en las ciencias y en las artes como el alemán, el ruso y el italiano permitieran la llegada y permanencia de tipos tan despreciables al poder en el siglo XX, y lo es en mayor medida que en pleno siglo XXI ocurra en Colombia lo que está pasando ante los ojos del mundo, que una democracia caiga en manos de un enemigo de la misma democracia lo que deja en claro con cada palabra y con cada actuación, sin ocultarlo. Comienza gobernando por decreto, en lugar de administrar, y termina convirtiéndose en dictador.

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