La venganza de Ananías

Hace 21 días terminó el plan de las noches que, con algunos de mis amigos del colegio, decidimos establecer como rato de esparcimiento, montaje de teorías y admiración de la belleza.

Por azares del destino, llegó a nuestras vidas un ‘personajazo’ llamado Analía, disfrazado de Carolina Gómez, y que con el paso del tiempo fue generando la mutación de su nombre, hasta convertirse en el título de este relato.

En una cadena de hechos sin comprobar, el argumento diario de 45 minutos de emisión nos empezó a conectar de una manera tal que a mi memoria llegaron los gratos recuerdos de esas reuniones familiares, alrededor del televisor, en los que la tía Julia y el escribidor o el Gallito Ramírez eran el tema de tertulia doméstica. Decidí volver a darme la oportunidad de ver ‘un novelón colombiano’ y comprobar si habíamos perdido el tino para narrar historias de este tipo.

Y no me decepcioné…

Por el contrario. Como cuando ‘Café’ y ‘Betty la Fea’ estuvieron al aire, yo me preparé desde las tres de la tarde (porque teletrabajaba y tenía algo más de tiempo), todos los días, para abrirle la puerta al espectro electromagnético a las 8:30 p.m., que me dejó caer durante un buen tiempo el espíritu colosal y valiente de una mujer que decidió tomar la justicia por mano propia y vengar la muerte de su mamá. Y lo hizo, en gran recurso, reencarnando en el cuerpo actoral de la virreina universal de la belleza del año 1994.

¿Quién podría dejar de notar a semejante mamacita, envuelta en una actitud arrolladora, poniendo en su sitio a un montón de malandros y, al terminar su cometido, mirar a la cámara y picar el ojo?

Noooo… Es imposible no reaccionar ante la fortaleza de esa beldad. Una anécdota: en 1997, por exigencias de la profesión, cubrí el Reinado Nacional de la Belleza en Cartagena. En un desfile de esos que se hacían bajo techo, al salir de un salón, me encontré ‘de frente’ con Paola Turbay, Paula Andrea Betancur y Carolina Gómez. Abrumado por tanta lindeza, opté por decir: buenas tardes, agaché la cabeza y, prácticamente, salí corriendo…

Créanme… Ver a esas tres exuberantes juntas no es sencillo.

Y una de ellas es el personaje de este texto. Todo comenzó cuando Torres (mencionaré a algunos de mis compañeros por su apellido, como en el bachillerato) en uno de sus reclamos ante una convocatoria fallida, para hablar carreta, esputó con tono irónico: ¿y es que están viendo Analía?

Pues desde esa noche, el pimpollo y sus vivencias hicieron parte de las delicias de un grupo de cuarentones que, con necesidad de distensión, se dedicaron a mamarle gallo al argumento de la novela y a construir su narrativa propia.

Cansados, además, del análisis diario de la política, cada quien fue aportando a medida que los minutos del capítulo pasaban. En una de esas disertaciones, Eguitar decidió rebautizar el personaje: lo llamó Ananías.

Los argumentos no se hicieron esperar. Cada vez que ‘El Ingeniero’ tuvo contacto con ‘Dorita’, los finales abundaron. Cada vez que ‘Ananías’ se encontraba con ‘Pablo’, nos imaginamos a J.J. Rendón asesorando a Juan Manuel Santos. Cada vez que Mejía tomó una decisión e hizo una ‘patanada’, no nos contuvimos en rechazarlo al mejor estilo de los años 80 montados en una buseta, colgando de la puerta y cargando el tubo de PVC en el que guardábamos las tareas de dibujo técnico y que no nos permitía desplazarnos con comodidad. ¡Qué vaina fuerte!

Vaca, John, Vergara, el Sami, Hermitan y los ya mencionados recuperamos durante una hora diaria, mientras que duró la novela, las alegrías que dejan las grandes amistades; la compinchería del bachillerato; las carcajadas de la tomadera de pelo en clase; las críticas sin medida a cada integrante de la tertulia; y la emoción de saber que ese contacto sigue vigente y es, me atrevería a decir, un lazo irrompible.

El final de ‘Ananias’ fue como la graduación: todos pendientes, pegados del momento, con algo de ansiedad y con miles de preguntas en la cabeza. Y más, cuando Mejía llega a la cárcel y, literalmente, se traga un papel. Todos quedamos ‘en ascuas’; yo me atreví a pensar que en ese trozo de hoja estaba escrito el nombre del equipo en el que Messi va a jugar, cuando decida irse del Barcelona.

O a lo mejor mi amiga Giselle Aparicio tenga razón y ese ‘deglutible’ sea el cheque que Jorge Enrique Vélez les prometió a los equipos del fútbol colombiano, por los derechos de transmisión de los partidos. Como Mejía (el personaje) y su partida, Vélez se fue de la Dimayor y nos dejó viendo un chispero.

Lo único cierto es que Ananías nos devolvió, a muchos, la gracia que las novelas colombianas tuvieron algún día en la franja prime; nos llevó a un imaginario colectivo que días después fue comparado y analizado en Twitter; y nos demostró que, actualmente, estar más cerca que lejos es una verdadera ventaja…

¿Será que hay segunda parte?

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