A veces las historias se niegan a ser contadas hasta que ellas mismas deciden revelarse. Esta me acompañó en silencio durante años, resistiéndose a la tinta, esquiva como un recuerdo que no quiere ser traicionado. Pero a raíz de versiones fragmentadas, interferencias interesadas y hasta alguna mala leche, entendí que había llegado su hora: la de narrar cómo volvió Gabriel García Márquez a la tierra donde nació su literatura: Aracataca, Magdalena.
Con ocasión de los 43 años desde que la Academia Sueca entregó el Nobel de Literatura a Gabo aquel 10 de diciembre de 1982, este aniversario me empuja a reconstruir el episodio que, en 2007, llevó al escritor a reencontrarse con su semilla.
Para entonces, el hijo del telegrafista llevaba casi un cuarto de siglo sin pisar Aracataca. Desde 1983 —cuando regresó por primera vez tras recibir el Nobel— no había vuelto a sentarse en la estación polvorienta de su infancia. Y, sin embargo, en 2006, un murmullo empezó a crecer entre quienes soñaban con ese retorno improbable. Nadie lo sabía, pero el tren ya había comenzado a calentarse.
Ese regreso, el del 30 de mayo de 2007, ha sido contado muchas veces, pero rara vez desde dentro. Yo estuve cerca. El protagonista de aquel impulso fue el entonces alcalde de Aracataca Pedro Sánchez, quien una tarde llegó a mi oficina en Bogotá con la determinación de quien trae un mandato del destino: quería que lo ayudara a contactar al empresario colombo-francés Jean Claude Bessudo. Su misión era clara y desmesurada: pedirle que fuera el puente para traer de vuelta a Gabo.
Jamás olvidaré el peso del encargo. No conocía a Bessudo, pero sabía quién sí: mi colega Cruz Hernández, que conservaba una relación fluida con él. Bastó una llamada para encender la maquinaria. En cuestión de semanas, el alcalde y el empresario se reunieron, y así —sin discursos y sin mayor formalidad— nació la posibilidad real del reencuentro del Nobel con su pueblo.
Fue ese encuentro, sencillo y decisivo, la chispa que encendió la locomotora de la historia. Allí empezó el viaje que terminó devolviendo a García Márquez a Aracataca, al calor de su infancia, al territorio donde su memoria se volvió literatura y comenzó el universo del realismo mágico.
Yo debía ir en ese tren, así me lo prometió el alcalde, lo esperaba como quien espera una epifanía. Pero, al final, me ocurrió lo mismo que al coronel que aguardó una carta que nunca llegó: tuve que ver el tren de Gabo por televisión, mientras avanzaba lentamente por todo el pueblo.
Aun así, haber sido testigo cercano de la vuelta del hombre más importante de la historia de Colombia a su terruño, fue gratificante. Porque algunas veces, la vida nos reserva el lugar del narrador, no del pasajero.
