He pasado dos décadas tratando de comprender la economía del narcotráfico en México.
Durante ese tiempo, a menudo he escuchado una frase murmurada por mafiosos y periodistas especializados en delincuencia: “¿Quién necesita a los ángeles, cuando tienes a Dios?”. Si los cárteles sobornan a los mandos más altos del gobierno, es decir, a los dioses, entonces los servidores públicos de más bajo nivel, como los policías, ya no son un problema. El dinero sube como el gas y el poder fluye hacia abajo como el agua.
Cuando Andrés Manuel López Obrador ganó la presidencia en 2018 con una plataforma que prometía erradicar la corrupción en México, reconoció debidamente que el cambio tenía que empezar desde arriba. “Vamos a limpiar al gobierno de corrupción como se barren las escaleras, de arriba para abajo”, declaró de forma célebre. Dijo que México ya no sufriría a manos de líderes corruptos, a quienes ha llamado “la mafia del poder”.
La corrupción desgarra a México desde el alma y muchos aquí lo ven como uno de los mayores problemas del país. Es la razón por la que los cárteles asesinos prosperan, los caminos tienen baches o los médicos no tienen mejores equipos de protección para tratar a pacientes con la COVID-19. También permea la vida cotidiana, con sobornos que sirven como el aceite que permite que el sistema siga funcionando, y de esta forma convierte a una gran parte del país en cómplice.
Los burócratas se ganan propinas en efectivo por emitir actas de nacimiento, por ejemplo, y los policías reciben mordidas por hacerse de la vista gorda cuando los automovilistas se pasan los semáforos en rojo. Los “ángeles” de abajo también aceptan sobornos.
Sin embargo, cuando los “dioses” de arriba son corruptos las consecuencias son devastadoras. El exgobernador de Veracruz Javier Duarte fue acusado de desfalcar las arcas del estado por miles de millones de dólares cuando ocupó el cargo entre 2010 y 2016, y más tarde fue declarado culpable de varios cargos. Durante su mandato, la pobreza aumentó y 17 periodistas fueron asesinados. Después de que dejó el puesto, se descubrió la fosa común más grande de la historia reciente de México.
Aunque exgobernadores y generales han sido encarcelados, jamás se han presentado acusaciones de corrupción en contra de los más altos mandos: los presidentes. Ahora, eso podría cambiar.
El 15 de septiembre, en la víspera del Día de la Independencia de México, López Obrador le entregó un documento al Senado para convocar a un referendo sobre la posibilidad de llevar a juicio a expresidentes mexicanos si se encuentran pruebas de crímenes que hayan causado daños graves.
Según afirman activistas, la consulta ciudadana fue respaldada por 2,5 millones de firmas plasmadas en montones de papeles que se transportaron al edificio en cajas, una imagen que compartieron los partidarios del mandatario en tuits entusiastas.
Los críticos replicaron que no debería ser necesario realizar una consulta popular para decidir si se imparte la justicia o no y que esto es una distracción de las altas cifras de muertes por la pandemia y una recesión de dos dígitos. Además, dado que la votación quizá coincida con las elecciones de mitad de periodo en 2021, esto podría ser un recurso para que los votantes salgan a apoyar al partido Movimiento Regeneración Nacional, o Morena, del presidente, ya que la gente se sentirá más motivada a emitir su voto para un plebiscito histórico que solo para una elección intermedia común.
Pese a estas deficiencias, creo que un referendo tal vez otorgue un respaldo ciudadano a los que podrían convertirse en casos muy divisivos en términos políticos. Además, perseguir a los dioses de la corrupción sin duda es algo positivo, pues integraría a México a una campaña anticorrupción que se ha extendido por toda América Latina.
En los últimos cinco años, expresidentes han sido declarados culpables de crímenes relacionados con la corrupción en Honduras, El Salvador y Brasil, y han sido acusados de cometer delitos similares en Guatemala, Perú, Argentina, Panamá y Bolivia. La justicia podría servir de freno contra las tentaciones de futuros líderes, limpiar el sistema y ayudar a México a finalmente alcanzar su máximo potencial.
No obstante, existe el peligro, al igual que en otros países latinoamericanos, de que los políticos usen el garrote anticorrupción en contra de sus enemigos, lo cual daría un arma más a los poderosos.
Los casos deben ser abiertos y justos, algo especialmente complicado en un entorno de división partidista. Además, los propios aliados del presidente en Morena deben enfrentarse al mismo escrutinio. De lo contrario, existe el riesgo de remplazar una “mafia del poder” con otra.
Hay varias acusaciones en contra de los expresidentes de México. El caso de más alto perfil se centra en Emilio Lozoya, exdirector general de Pemex, la petrolera del Estado. Tras ser extraditado por el gobierno de España debido a acusaciones de cohecho, Lozoya presentó una denuncia el mes pasado en la que afirmó que exmandatarios también estuvieron involucrados en sobornos de Pemex y otras empresas para otorgar contratos lucrativos.
Su incriminación más grave fue en contra del expresidente Enrique Peña Nieto, pues dijo que creó “un esquema de corrupción en el gobierno federal”, durante su mandato de 2012 a 2018. También declaró que el expresidente Felipe Calderón tuvo conocimiento del pago de sobornos cuando ocupó el cargo de 2006 a 2012. Peña Nieto no ha hecho comentarios públicos sobre la denuncia, pero ya antes ha negado haber incurrido en malas conductas.
En un caso aparte, el exsecretario de Seguridad Pública del sexenio de Calderón, una figura clave en su guerra contra los cárteles de la droga, fue enviado a prisión en Estados Unidos por cargos de tráfico de drogas presentados en ese país. Calderón ha negado haber incurrido en irregularidades y declaró en un tuit que las acusaciones de Lozoya son “un instrumento de venganza y persecución política”.
Sin embargo, el problema con combatir la corrupción es que puede llegar a todos los políticos. Mientras Lozoya dominaba las noticias, surgieron videos que mostraban al propio hermano de López Obrador recibiendo bolsas de papel con dinero en efectivo en el año 2015.
El presidente dijo que creía que las bolsas contenían aportaciones a la campaña de Morena para los candidatos en las elecciones locales de ese año, pero afirmó que los funcionarios electorales debían investigar. “Si un familiar comete un delito, debe ser juzgado, sea mi hijo, mi esposa, mis hermanos, mis amigos, quien sea”, sentenció.
En vista de que las acusaciones parecen afectar a todos los políticos del país, es fácil perder la esperanza de que las cosas cambien. En su libro de 1984 Vecinos distantes: un retrato de los mexicanos, Alan Riding, exjefe de la oficina de The New York Times en el país, describió la corrupción como “el aceite y el pegamento” que mantiene la maquinaria unida y en marcha.
Pero yo encuentro esperanza en la ola de agrupaciones de la sociedad civil que se han formado en los últimos años, como Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, conformada en 2015 por periodistas, académicos y otros. Trabajan, entre otras cosas, para exponer casos de corrupción que pueden derivar en investigaciones gubernamentales.
Ahora que tienen más miradas encima, los funcionarios mexicanos son menos capaces de cometer abusos tan flagrantes y salirse con la suya, me dijo Darío Ramírez, el director de comunicaciones de la organización: “Es cómo podemos llegar a un cambio en el que la corrupción no sea parte de nuestra cultura”, comentó. “Soy optimista porque sí creo en la evolución de las sociedades”.
Ramírez cree que ha habido mejoras con el presidente López Obrador, quien ha reducido los presupuestos de varias agencias para limitar el despilfarro y la malversación de fondos. Pero él dice que a largo plazo la mejor solución sería crear una fiscalía más independiente; actualmente, el presidente propuso al fiscal general de la república y fue ratificado por el Senado.
Otra medida contundente sería ampliar un proceso de publicación de todos los gastos y los contratos del gobierno en línea, a fin de que sea más difícil esconder sobornos o actividad fraudulenta.
“Hay cada vez más herramientas, sobre todo de la sociedad civil y el periodismo, para hacer la presión pública necesaria para cambiar el sistema”, afirma Ramírez. De modo “que la corrupción deja de ser el aceite de toda relación social, política y económica” en México.
Estas herramientas deben usarse en contra del partido gobernante y de los exmandatarios. En efecto, López Obrador tiene una oportunidad para limpiar la casa. Pero, a menos que sea minucioso, el esfuerzo podría ser en vano.