
Nos encaminamos hacia el final de un año perfectamente olvidable que nos deja, sin embargo, unas costumbres ya consolidadas para el que entra, y quién sabe si para otros más. Ahora examinamos la situación de la pandemia en la prensa diaria —número de muertos, “evolución de la curva”, posibilidades de la vacuna, etc. — con el mismo interés y fidelidad con los que en otro tiempo había quien iba directo y en primer lugar al crucigrama, el pronóstico del tiempo o las esquelas funerarias.
Y en este ritual cotidiano que nos deja la covid-19, resulta inevitable encontrar a diario una proyección de lo que nos espera, dicho por algún economista, sociólogo, historiador o charlatán más o menos informado. Hay de todo, claro, y algunas opiniones son para tomar muy en serio. Hasta ahora me he resistido a comentar lo que veo por ahí, porque pienso que los pacientes lectores de esta columna merecen otra cosa. Ya tienen suficiente con la dosis que habrán padecido antes de llegar hasta aquí.
Lo que pasa es que esta semana he encontrado en la prensa la opinión de un buen historiador, que empieza por confesar que nunca se le mediría a estudiar el fenómeno que nos ocupa, porque no le gusta “disparar contra un blanco que se mueve”. “Bueno, pensé, aquí hay alguien que parece honesto”. Y es que no puedo estar más de acuerdo con don Antony Beevor, un inglés que, a decir de muchos, es uno de los historiadores más serios de nuestros días: “Los historiadores lo van a tener muy difícil, por no decir imposible, para documentar el presente, porque con los archivos electrónicos, los gobiernos podrán mantener información relevante oculta o modificarla a su conveniencia”.
Además, el señor Beevor se encomienda a diario a los santos de su devoción para que sus predicciones resulten equivocadas. Muy considerado por su parte, porque sus predicciones son verdaderamente apocalípticas. Así que de entre todos los pronósticos leídos en los últimos ocho días, los del señor Beevor resultan mi apocalipsis favorito. Entre otras cosas porque lo dice alguien que conoce bien nuestro pasado, y eso siempre es una gran ventaja.
Y qué es lo que augura este caballero. Varias cosas, pero me quedo con el plato fuerte: una guerra entre Estados Unidos y China. Lo repiten tanto por todas partes que ya es como si oyéramos llover, lo que pasa es que en este caso nuestro hombre cita a “militares norteamericanos” que lo afirman en privado, y dice que están esperando esa confrontación bélica “en los próximos cinco años”. Si esto llegara a hacerse realidad, yo digo —y esto es de mi cosecha personal— sería por Taiwán.
Aterrador. “¿Cómo diablos se termina una guerra con China, que tiene una actitud totalmente diferente hacia las bajas humanas de las que tiene un gobierno occidental?”, se pregunta Beevor. Este apunte del historiador inglés es el que me resulta más interesante y menos analizado de todas las especulaciones que leemos últimamente sobre esa posible confrontación.
Y agrega: “China tampoco tiene escrúpulos morales sobre el uso de armas completamente autómatas que van mucho más allá de los drones asesinos operados a distancia por Estados Unidos y otros países”. Después de esto para qué queremos más pronósticos. Pero los hay.
Cree que la falta de empleo aumentará las migraciones tanto hacia Europa como dentro de Europa; y que el endeudamiento llevará a muchos a un “mayor activismo político o incluso a una acción directa más extrema”.
Y al ser preguntado sobre cómo sobrevivirá una sociedad con menos trabajo a repartir, nos ve viviendo Un mundo feliz, la novela de Aldous Huxley de los años 30 del siglo pasado, con grandes masas de población adormecida con drogas y entretenida con películas.
Oremos con Mr. Beevor para que sus predicciones no se hagan realidad.