Juan Restrepo

Ex corresponsal de Televisión Española (TVE) en Bogotá. Vinculado laboralmente a TVE durante 35 años, fue corresponsal en Manila para Extremo Oriente; Italia y Vaticano; en México para Centro América y el Caribe. Y desde la sede en Colombia, cubrió los países del Área Andina.

Juan Restrepo

No olvidemos Chernóbil

Oí esta semana a la corresponsal de W Radio en Ucrania decir que, según la inteligencia de aquel país invadido por Rusia, Vladimir Putin contempla la estrategia de utilizar la central nuclear de Zaporiyia, la mayor de Europa hoy en manos de las fuerzas de Moscú en territorio ucraniano, como arma de guerra. De una guerra que Putin pensó —y muchos en Occidente también pensamos— que sería el paseo militar de unos pocos días para el ejército ruso. Se trataría de simular un gran accidente en la central, frenar así la contraofensiva ucraniana y detener todas las hostilidades con el anuncio de una fuga de radiación.

Puede que solo se trate de una mentira de las que abundan en la guerra, de las que los dos bandos suelen lanzarse en un conflicto para confundir al enemigo y atraer aliados externos, pero algo absolutamente plausible siendo Putin uno de los contrincantes. Ya hemos visto de lo que es capaz. Invocando agravios acumulados durante 30 años, pretende ahora forzar cambios a su favor en el orden mundial surgido en 1991 y ha decidido enfrentar a Occidente, al “imperio del mal”. Y en esa confrontación no descarta el arma nuclear.

De resultar cierta la amenaza de utilización de Zaporiyia con tal finalidad nos encontraríamos ante una nueva versión de la III Guerra Mundial. Sería la utilización inédita del átomo en un conflicto, y se hace inevitable pensar en lo que fue la tragedia de Chernóbil, hoy olvidada, ignorada por muchos y desde la perspectiva de un país como Colombia enfrascado en sus miserias cotidianas, algo lejano y que no le concierne. 

Hasta aquel 26 de abril de 1986, a la 1 h 23’ 58”, en que una serie de explosiones destruyeron el reactor y parte del edificio de la central en la frontera de Ucrania y Bielorrusia, el concepto de semejante fuerza era el del átomo para la paz, el que encendía las bombillas de la gente en sus casas. Nada que ver con Hiroshima y Nagasaki, el átomo militar. Los soviéticos decían: “nuestras centrales son las más seguras del mundo, se podían construir hasta en la Plaza Roja de Moscú”.

Pero, como dice, Svetlana Alexievich en Voces de Chernóbil, “nadie podía imaginar aún que ambos átomos, el de uso militar y el de uso pacífico, eran hermanos gemelos. Eran socios”. Así de grave es lo que puede ocurrir ahora en Ucrania. La premio Nobel de Literatura bielorrusa subtituló aquel libro, que haríamos bien en releer en este tiempo, con tres palabras terribles, y seguramente ni imaginó el contexto en el que las podíamos contemplar: Crónica del futuro.

¿Estaremos viviendo con la invasión de Ucrania por parte de Rusia el futuro anunciado en aquella lejana primavera del 86? En lo que sí se equivocó la extraordinaria cronista, que tardó veinte años en escribir ese libro, fue en la afirmación que hoy resulta irónica: “Nos hemos hecho más sabios, todo el mundo se ha vuelto más inteligente, pero después de Chernóbil. Hoy en día, los bielorrusos, como si se trataran de “cajas negras” vivas, anotan una información destinada al futuro. Para todos”. ¿De verdad seremos todos más sabios? ¿Será consciente la humanidad de lo que viene si Putin decide provocar un “accidente” en Zaporiyia?

Un año después del accidente de Chernóbil, cuando las autoridades de Moscú permitieron viajar a Ucrania, entonces integrada en la federación de repúblicas soviéticas, visité la región vecina a la central con un equipo de televisión. La vida parecía haber vuelto a la normalidad en un paisaje cubierto por un inmenso manto de nieve. Gentes con carretas se movían por el campo, algún coche solitario con las luces encendidas circulaba por la carretera, columnas de humo saliendo desde las chimeneas de las casas parecían rubricar en el cielo la evidencia de la vida ordinaria.

Nadie diría que allí había ocurrido el desastre tecnológico más grave del siglo XX. Y a pesar de que el gobierno ucraniano encapsuló el bloque destruido y los residuos radioactivos en un sarcófago colosal de acero y hormigón, las consecuencias silenciosas saltaban a la vista.

Antes de Chernóbil, por cada 100.000 habitantes solamente en Bielorrusia se producían cerca de 82 casos de enfermedades oncológicas. Dos décadas más tarde se habían multiplicado por 74. Por cada 100.000 habitantes, había 6.000 enfermos. 

Y a las afueras de las aldeas las gentes del lugar constataban  una novedad: había crecido el espacio ocupado por los cementerios. 

En Chernóbil empezó la caída de la Unión Soviética, esa derrota de la que hoy Putin se quiere tomar la revancha. Como bien engrasada dictadura que era entonces la URSS se ocultaron muchos datos sobre el accidente, y aún está por cuantificar el verdadero alcance de aquella tragedia. Y Vladimir Putin, como heredero de aquel sistema, si la información de la inteligencia ucraniana es buena, estaría dispuesto a repetir la experiencia. 

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