Alexander Velásquez

Escritor, periodista, columnista, analista de medios, bloguero, podcaster y agente de prensa. Bogotano, vinculado a los medios de comunicación durante 30 años. Ha trabajado como reportero para importantes publicaciones de Colombia, entre ellas El Espectador, Semana y El Tiempo. Ha sido coordinador del Premio Nacional de Periodismo CPB (ediciones 2021, 2022, 2023). Le gusta escribir sobre literatura, arte y cultura, cine, periodismo, estilos de vida saludable, política y actualidad. Cree en la vida después de la muerte, uno de sus temas favoritos. La lectura y caminar una hora diaria mientras escucha podcast son sus pasatiempos favoritos. Escribe su segunda novela.

Alexander Velásquez

Presidente Petro, copie esta buena idea en nuestras cárceles

Me desperté el domingo leyendo este titular en el diario global El País: Leer para reducir la condena en Bolivia: el programa que combate el hacinamiento carcelario”.

Se trata de una amable coincidencia, porque en mi anterior columna les preguntaba a los lectores, en broma, cuál sería la pena justa para una persona que roba libros por el placer de leerlos, y un lector, muy serio él, respondió lo siguiente en Twitter:

Lo que quiero decir es que si un día me encanan, (¡ni el diablo lo quiera!),  ojalá haya un proyecto como "Libros por rejas", que desde 2019 está haciendo la diferencia en 47 cárceles bolivianas, pues se incentiva la lectura a cambio de disminuir los tiempos de condena de los reclusos, algo maravillosamente macondiano, puro realismo mágico.

Las tres únicas cosas que parecen empañar este programa son la falta de sitios cómodos para que los presos puedan leer, la limitada bibliografía de la que disponen y el hecho de que a una reclusa le decomisaron sus lecturas, porque a un guardia (ignorante pienso yo) le dio por decir que "no es normal que alguien tenga tantos libros", al  encontrarle cuatro títulos debajo de su almohada. Esa persona no sabe que cuando a uno le entran las ganas de leer, ya no hay quién se las quite. El día que no leo me siento incompleto o, dicho de otra forma, un día sin leer es un día perdido. De hecho, una de mis manías consiste en leer varios libros al mismo tiempo. ¿Qué si eso es posible? ¡Claro que se puede!

Paso de un cuento de Antón Chéjov, a un capítulo de la biografía del escritor Edgar Allan Poe (“Mucho se ha hablado de las curiosas relaciones de Poe con las mujeres, las cuales eran asépticas y espirituales… pero que nunca llegaba a concretar con ellas una relación carnal”), prosigo con una página de El Infinito en un junco de Irene Vallejo que justamente habla sobre la historia de los libros, y concluyo con la “Obra reunida” de Juan Rulfo (“Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros”, nos dice el escritor mexicano en el cuento ¡Diles que no me maten!), y al siguiente día empiezo de nuevo, es decir arranco con  “Cuentos imprescindibles” de Chéjov (“El amor al género humano es un arma de dos filos, contestó irritado Kirilov”, nos cuenta el escritor ruso en Enemigos, uno de los 20 relatos de la colección).

Leer puede ser un acto terapéutico; a mí, por ejemplo, una hora diaria de lectura me desenchufa de la polarizada realidad nacional (tan demencial a veces), y en cualquier caso es un hábito genuinamente apacible ante las bullosas redes sociales o la insulsa (a veces) televisión colombiana… pero allá cada cual con sus placeres, ¡ni más faltaba!

La lectura me salvó durante el aislamiento social, pues recordemos que entre 2020 y 2021 estuvimos presos en nuestros hogares, la casa por cárcel que nos impuso la pandemia y que acatamos de mala gana, sin haber matado o robado. Perdí la cuenta de los libros que he leído desde que empezó la primera peste del siglo XXI, pero les aseguro que son más de lo que había leído hasta entonces, porque siempre me escudé en la falta de tiempo, la misma en la que nos escondemos para justificar nuestra perversa relación con la actividad física. Duré veinte años prometiéndome leer Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera. Oh la la, bendita seas pandemia que me concediste el gusto de cumplirle a Gabo.

Ahora imagínense lo que la lectura puede obrar al interior de las prisiones. La literatura puede ser ese vehículo transformador que dignifique a esas personas extremadamente ansiosas, con pocas  esperanzas sobre el futuro,  sin contacto con los suyos y la realidad  y, por qué no, es posible que un buen libro las prepare para las segundas oportunidades en este mundo donde todos nos comportamos como jueces como si nuestras vidas fueran perfectas, dignas de imitar.      

Presidente Petro, ojalá en Colombia podamos  copiar  esta magnífica idea que puso en marcha el Estado boliviano (con el apoyo de la Defensoría del Pueblo, el Ministerio de Educación y la administración de régimen penitenciario)  para ofrecer alternativas de reinserción social.

Dicha intención iría en la misma vía de lo que el ministro de Justicia, Néstor Osuna, le dijo a María Jimena Duzán: “Este gobierno no quiere gastar un solo peso haciendo más cárceles. Queremos dignificar la vida en las cárceles actuales”. ¡Una declaración plausible!

De acuerdo con el funcionario, en este momento hay en Colombia alrededor de ciento veinte mil personas privadas de libertad y mantener a cada preso le cuesta al país dos millones y medio de pesos mensuales. Con ese dinero, añade, “el Estado podría hacer algo mejor que tenerlo pudriéndose en una cárcel, podría darle educación hasta universitaria si quiere, casi que esa persona podría ayudar a mantener a su familia”.

Conocí  el caso de una madre cabeza de familia con cuatro hijos, quien purga seis años de prisión en una cárcel del Huila por servirle a una red de extorsionistas: la mujer debía sacar el producto de la extorsiones  de un cajero automático a cambio de  una pequeña comisión, que no llegó ni al millón de pesos, sumando todas las veces que retiró dinero hasta ser atrapada in fraganti.  La pobreza la convirtió en presa fácil de la delincuencia común y por ese millón de pesos que usó para alimentar a sus hijos, el país debe invertir en ella lo que cuesta multiplicar $2.500.000 por 72 meses.  Es decir, 180 millones de pesos.

Ese presupuesto alcanzaría para construir bibliotecas con mobiliario acogedor donde se pueda tener intimidad con los libros, creando espacios para el arrepentimiento de una manera constructiva; aunque parezca utópico, se debería intentar.

Cuando el mismo ministro afirma que las cárceles podrían ser unos sitios donde afloren la cultura y las artes, no me queda duda del grado de sensibilidad social que mueve a su gobierno, presidente Petro. ¡Bravo!

“No hay nada más emancipador, creo yo, para los seres humanos que tener algún contacto con la música, la literatura y la pintura”. Estoy de acuerdo con esas palabras del señor ministro. (La entrevista completa se puede escuchar en este episodio del pódcast A fondo a través de la plataforma Spotify). Allí explica de una manera contundente cómo a través de la justicia restaurativa se podría controlar el hacinamiento carcelario. Si un médico comete delito (malversación de fondos en un hospital, digamos), la pena consistiría en prestar consulta gratuita a la comunidad. Un niño entendería el concepto.

Al principio de El infinito en un junco, su autora nos regala esta cita de Antonio Basanta:

“Leer es siempre un traslado, un viaje,

un irse para encontrarse. Leer,

aun siendo un acto comúnmente sedentario,

nos vuelve a nuestra condición de nómadas”.

Yo agregaría que la lectura es el regalo que podemos poner en manos de un prisionero para devolverle la libertad de soñar, porque muchos de quienes están libres ya perdieron esa capacidad.

Recórcholis: Presidente Petro, cuidadito con llegar tarde o no llegar a sus compromisos.  Siga el consejo del columnista Ramiro Bejarano en El Espectador: “El desprestigio de un gobernante empieza por su impuntualidad”. Una recomendación que nos sirve a todos.  

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