Entre los muchos asuntos de profilaxis que he aprendido en estos días de encierro obligado por la cuarentena, me enteré de que la Organización de Naciones Unidas –que tiene un día al año dedicado a las profesiones, actividades o elementos más exóticos y variados-- ha consagrado desde hace años, la fecha del 15 de octubre como el Día Internacional del Lavado de Manos, para evitar el contagio de más de doscientas enfermedades. Bien por la ONU, pero ya alguien lo había recomendado antes.
Un día cualquiera de 1968, entré en una librería madrileña y fijé la atención en un libro de escaso formato y no muchas páginas recién salido de imprenta. El nombre de su autor no me decía nada, y su título menos: Semmelweis. ¿Qué era aquello? ¿De qué trataba ese libro? Al abrirlo, el nombre del traductor me animó a seguir adelante con su lectura. Juan García Hortelano, responsable de la versión en castellano de aquella obrita, era un nombre reconocido del ambiente literario español.
En las primeras líneas de la nota preliminar a Semmelweis, el mismo García Hortelano se encargaba de prevenirme con respecto al autor de aquel texto, un tal Louis Ferdinad Céline, de quien yo hasta ese momento no había oído hablar. Comenzaba así: “¿Céline…? ¡Ah, qué tipo...! Si va a leérsele por primera vez, quizá mejor se lo piensa uno y lo deja… La buena literatura construida con los peores sentimientos y la más lúcida malevolencia.”
Como la cosa prometía compré el libro y al terminar su lectura de un tirón, quedé exhausto… y deslumbrado. No había leído hasta entonces nada parecido. Nada parecido hasta que no leí su Viaje al fin de la noche, y quise saber todo de ese ser despreciable y de ese inmenso autor.
Aquel libro que cayó en mis manos por casualidad y me permitió conocer a un escritor maldito, fue la tesis que presentó Céline al recibir el doctorado en medicina. Está basado en la vida y obra de Ignaz Semmelweis, un médico húngaro nacido en 1818, que se especializó en obstetricia y que acabó ejerciendo en el Hospital General de Viena hasta mediados del siglo XIX.
A Semmelweis le llamó la atención que la diferencia de porcentajes en mortalidad materna entre la sala de comadronas y la sala de los médicos era muy alta. El porcentaje superior de parturientas que morían en la sala de médicos por la llamada fiebre infantil o infección puerperal, estaba relacionado con la ausencia de medios profilácticos.
Los médicos, en muchos casos, examinaban a sus pacientes después de realizar autopsias. Semmelweis comprendió que él, sus colegas y los estudiantes de medicina habían sido los portadores de la materia infecciosa, porque él y su equipo solían llegar a las salas inmediatamente después de realizar disecciones sin lavarse las manos o haciéndolo de manera muy superficial. Corregir aquel error salvó de ahí en adelante muchísimas vidas.
El encierro del mundo por el coronavirus ha estimulado en estas semanas la divulgación de obras relacionadas con pandemias, pestes y males que han asolado en tiempos pasados a la humanidad. Se ha recordado a un clásico como Boccaccio o La Peste, obra menor de Albert Camus. Novelas de ciencia ficción y alguna incluso premonitoria de la tragedia que hoy vive el mundo.
En este contexto me parece pertinente sacar del olvido Semmelweis, novela de un escritor repudiado por antisemita y colaboracionista con el nazismo, pero cuya obra máxima, Viaje al fin de la noche, marca un antes y un después de la novela contemporánea; no lo digo yo, lo dicen escritores como Jean Paul Sartre o Henry Miller. Céline es un desafío a nuestro nivel de tolerancia, te puede fascinar su obra, aunque jamás lo habrías invitado a comer en tu casa