En los últimos años, las promesas tecnológicas han colonizado el discurso de la seguridad. Se habla de ciudades inteligentes, vigilancia predictiva, blockchain para la trazabilidad de evidencias y plataformas ciudadanas de denuncia. Todo parece indicar que, con suficiente inversión en sensores y algoritmos, la inseguridad podría desaparecer como por arte de magia. Pero, ¿y si estamos apostando demasiado por una herramienta que no siempre entiende el problema que debe resolver?
La tecnología es una gran aliada, pero no es una solución mágica, así lo advirtió el sociólogo francés Jacques Ellul en su libro “El bluff tecnológico”, frente a la tendencia a divinizar la técnica, a suponer que cada nuevo avance implica un progreso automático y deseable. “La tecnología no pregunta si debe aplicarse, sino solo si puede”, decía. Esa lógica es peligrosa cuando se traslada al campo de la seguridad donde las decisiones deberían estar guiadas por la ética, la evidencia y el contexto, no solo por la novedad.
Ejemplos abundan. Las cámaras de videovigilancia se multiplican en calles, parques y transporte público, pero sus efectos en la prevención del delito siguen siendo discutibles. Gemma Galdón Clavell, analista española de políticas públicas, en su ensayo “Si la videovigilancia es la respuesta, ¿cuál era la pregunta?”, mostró que muchas de estas tecnologías se implementan sin estudios de eficacia ni marcos de regulación claros. A menudo, su función es simbólica: generar una sensación de control, más que una prevención efectiva. Las ciudades se llenan de “ojos electrónicos”, aunque sin una estrategia de justicia, sin fortalecimiento institucional, sin gobernanza comunitaria, incluso sin una campaña comunicacional establecida, esas miradas digitales terminan vacías.
Algo similar ocurre con el big data y el análisis predictivo. Sobre el papel estos sistemas prometen anticiparse al crimen. En la práctica suelen retroalimentar los mismos sesgos con los que fueron alimentados: patrullajes más intensos en zonas deprimidas, vigilancia selectiva, criminalización del joven de barrio. El algoritmo no es neutral. Es una extensión de los datos, de las omisiones y de las desigualdades expuestas por sus creadores. Usarlo sin un filtro ético y sin auditoría puede amplificar las inequidades que debería corregir.
Esto no significa desechar la tecnología. Al contrario, significa usarla con sentido crítico. Las apps de denuncia ciudadana, por ejemplo, pueden ser canales valiosos de comunicación si están bien diseñadas, si protegen la privacidad, si generan respuestas concretas. Lo mismo ocurre con los sistemas de rastreo, los dispositivos biométricos o incluso el blockchain aplicado a la evidencia judicial. Todos pueden aportar. Pero ninguno reemplaza lo fundamental: una estrategia de seguridad centrada en la confianza social, la justicia efectiva y la educación ciudadana.
Tecnologías como la vigilancia inteligente, el análisis predictivo o las aplicaciones móviles de denuncia han demostrado ser herramientas útiles en distintos contextos. Su capacidad para prevenir, disuadir o responder con rapidez a ciertos delitos no debe subestimarse. La educación digital, además, fortalece la resiliencia ciudadana y reduce riesgos emergentes. Estos elementos representan una infraestructura de apoyo valiosa aunque por sí solos, esas tecnologías no construyen seguridad: la habilitan, si y solo si están integradas a una estrategia ética, pedagógica y socialmente legítima.
La tecnología no sustituye el juicio político. No reemplaza la empatía. No corrige por sí sola la corrupción ni la impunidad, y lo más importante: no puede definirse la seguridad a partir de lo que es medible tecnológicamente, sino a partir de la experiencia humana. Una ciudad con miles de cámaras continúa siendo peligrosa si sus habitantes no se reconocen como comunidad y si los conflictos se siguen resolviendo con violencia.
Lo que está en juego, entonces, es el modelo de seguridad que decidamos construir. Si creemos que todo se resuelve con sensores y software corremos el riesgo de despolitizar el problema, de vaciarlo de humanidad. El resultado será una seguridad fría, costosa, ineficiente, ajena a la vida real.
En Colombia, este riesgo es doble. Por un lado, tenemos municipios que no tienen conectividad ni garantías básicas, pero adquieren drones dentro de sus planes de seguridad locales sin que haya personal capacitado ni planes de sostenibilidad. Por otro, hay ciudades que invierten en vigilancia automatizada mientras recortan presupuesto en promotores de convivencia. ¿Tecnología sin pedagogía? ¿Control sin confianza?
El llamado es claro: innovación sin idealización. Evaluemos cada herramienta por sus resultados reales, no por su apariencia futurista. Asegurémonos de que toda solución tecnológica venga acompañada de regulación, participación ciudadana y un diagnóstico territorial. Prioricemos la inversión no solo en equipos, sino en capacidades humanas, en cultura ciudadana, en ética pública.
La seguridad real implica más que la programación de algoritmos y cámaras de vigilancia, se construye con justicia oportuna, con presencia institucional, con sentido de comunidad. La tecnología es una gran aliada, pero nunca sustituirá el poder de políticas objetivas y eficientes respaldadas por la confianza ciudadana.