A veces llegan cartas

La vida cotidiana suele darnos unas señales que, por muy despistados que vivamos, nos dicen que algo en nuestro entorno va verdaderamente mal. La experiencia de muchos años de contar las cosas de Colombia para gentes que viven al otro lado del mundo, me enseñó que hablar permanentemente de un país en conflicto, cansa y produce desinterés en tu lejana audiencia.

De modo que cuando, como ocurre en estos días, los amigos y corresponsales lejanos escriben o llaman pidiéndote que les expliques lo que pasa en Colombia, el fatigado eres tú. “Pues es lo que vengo contándote hace ya más de medio siglo”, respondo a los más veteranos y de más confianza. 

Y ya puesto en plan cínico, con aquellos que me dijeron cuando llegué a España siendo apenas un adolescente, que el futuro estaba aquí, les digo que ya estoy viviendo el futuro y que vaya mierda de futuro. “No te pongas así y explícame por qué sale la gente a la calle a protestar y la reprimen a bala”. 

“Pues por lo que te he dicho siempre, porque aquí la vida es muy barata, y una ministra del Interior puede decir que muere más gente en atracos callejeros que líderes sociales asesinados en un año”. “Pero eso no explica el estallido de la calle”, insisten desde países remotos.

Me armo de paciencia y, como hago cada vez que puedo echar mano de la sabiduría china que tanto admiro, le digo al insufrible interpelante: “¿Conoces aquello de matar la gallina para asustar al mono?, pues es lo que ordenó un expresidente a la policía y al ejército, en su estilo sibilino como siempre, en la red del pajarito azul”.

“Explícate”, insisten allende los mares. “Bueno, pues el hombre que manda aquí en la sombra, escribió, abro comillas, apoyemos el derecho de soldados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad y para defender a las personas y bienes de la acción criminal del terrorismo vandálico, cierro comillas; es decir, mata la gallina para asustar al mono, ¿entiendes?”

“Entiendo. ¿y por qué había que asustar al mono?”, sigue preguntando el otro. “Porque a su pupilo, en plena pandemia y cuando pasan de setenta mil los muertos por la covid, se le ocurrió, entre otras genialidades, poner un impuesto de casi el 20 por ciento a los servicios funerarios”. “¡Genial, oye! No se le habría ocurrido ni a Pedro Sánchez”, dice mi interlocutor que me habla desde Madrid, refiriéndose al mandamás de allá, que tiene cada ocurrencia. “Sí –le digo yo–, estamos rodeados”.

“¿Y ahora qué va a pasar?” “No lo sé, estas cosas, se sabe cómo empiezan y nunca cómo ni cuándo acaban. El mono no se asustó como estaba previsto, está cansado, tiene hambre, no tiene trabajo, se siente amenazado por la pandemia y puede que ya le importe todo un carajo. En Chile por una subida en el precio del metro, terminaron cambiando la Constitución. Aquí al mono no le queda ni ese recurso, han manoseado tanto la Carta Magna…” Noto al otro lado de la línea telefónica desconsuelo en el amigo. Y lamento de verdad no poder hacer más por él. 

 “¿Y qué me dices de los vándalos?”, pregunta saliendo de un repentino mutismo, rompiendo los segundos de silencio que se habían impuesto entre los dos. “Hombre, Manolo, yo no nací ayer y tengo claro que hay también quién se aprovecha de estas situaciones para pescar en río revuelto. Entre los locales hay algunos con un entrenamiento para armar bronca que ni te imaginas; y en el vecindario no te quiero ni contar, entre esos el más tonto hace relojes”. 

Eso lo entiende cualquiera. Se sabe que en toda protesta legítima hay quienes se encargan de impregnarla de maldad destruyendo, quemando y arrasando. Todo esto diluye un justo estallido social que, en el momento actual de Colombia, no tiene pinta de desaparecer tan fácilmente.

El escritor norteamericano Henry James, nacionalizado inglés y a quien atormentó profundamente el desastre de la guerra en Europa, en una entrevista al New York Times, dijo: “La guerra ha consumido las palabras: se han debilitado, se han gastado como los neumáticos de un coche…, y ahora nos enfrentamos a una depreciación de todos los términos o, por decirlo de otra forma, a una merma de su capacidad expresiva y a un aumento de su vacuidad, que hace que nos preguntemos qué fantasmas quedarán en circulación”.

Es aproximadamente lo que se siente cuando se lleva tantos años hablando de las tragedias recurrentes de Colombia. Cómo no hablar hoy de lo que pasa ahí fuera, en la calle; pero qué desesperanza, qué callejón sin salida la vida de los colombianos.

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