Mauricio Pimiento

Voto obligatorio, el terror de los ‘barones’ electorales

A propósito del proyecto de reforma política presentado por el gobierno recientemente al congreso, recordaba una conversación con mi amigo Edgar Artunduaga (QEPD) recogida en KIENYKE el 24 de mayo de 2017 (https://www.kienyke.com/kien-escribe/pilas-jose-que-se-nos-pone-el-voto-cinco-mil) en la que advertía el error cometido por el congreso de entonces al excluir de la reforma política y electoral presentada por el presidente Juan Manuel Santos, en aplicación de los Acuerdos del Teatro Colón, la propuesta del voto obligatorio por dos elecciones generales.

Un intento similar se realizó en el año 2003, cuando se discutía en el Senado de la República el contenido de una gran reforma para depurar y mejorar la política, que terminó parcialmente aprobada pero que trajo grandes avances. Este proyecto incorporaba iniciativas de honda y positiva repercusión en la actividad política y electoral que ahora reviven, tales como la financiación estatal plena; las listas cerradas a corporaciones públicas como medio para fortalecer los partidos y la opción del voto preferente; el voto electrónico; y una corte electoral, entre otras. Como parte de la comisión de ponentes me permití adicionar otras no menos importantes: la aprobación del voto obligatorio; acabar con la circunscripción nacional en el senado para volver a la regional; regresar a los distritos electorales de concejales en reemplazo de las asambleas departamentales como había establecido la Constitución de 1991; y la asignación de curules en senado y cámara a la fórmula perdedora en la elección presidencial para que asumieran la vocería de la oposición, que años después se aprobó.

Por razones de conveniencia, dada la dispersión de sus electores en el territorio nacional, las propuestas de regresar a la circunscripción regional para senado y listas únicas cerradas eran las que más reacción negativa causaban entre los conservadores, los del Polo Democrático, evangélicos e indígenas. Desde luego, entre los considerados ‘barones’ electorales, era precisamente la del voto obligatorio. De ahí que naufragaran a la postre.

Hoy como ayer, la reacción resulta lógica pues para muchos el voto obligatorio mina su fortaleza basada en el poder económico para financiar compra de votos, a diferencia de los que no tienen con qué y les toca buscarlos a punta de garganta, como decimos coloquialmente en la Costa. Como anécdota que describe la amenaza que constituyó la posibilidad de aprobarse la obligatoriedad del voto en la reforma del 2003, quedó el susto de un reconocido ‘barón’ electoral cuando en medio de la votación del artículo alertó en el recinto de la plenaria a otro de sus colegas: “Pilas Jóse! Que se nos pone el voto a cinco mil!”.

No es para menos, los que compran y venden el voto, saben que su obligatoriedad amplía la oferta de venta y por lo tanto disminuye la cotización del voto, lo que conlleva a que la competencia de aspirantes con opción crezca. Por eso, los argumentos para insistir en la necesidad de su aprobación siguen vigentes como mecanismo para acabar con esa práctica que desnaturaliza el derecho a elegir y ser elegido. Así mismo, porque junto con la financiación estatal plena y las listas cerradas a corporaciones públicas, contribuirían decisivamente a derrotar la plutocracia en que se ha convertido Colombia a la fuerza, por aquello de que solo quienes tienen la ‘tula’, son los que llegan.

El voto obligatorio y la financiación estatal plena facilitarían, además, dar un salto cualitativo mayor en la escena política con la llegada de nuevos líderes a quienes las comunidades siguen pero que en las actuales circunstancias económicas para hacer política no se les permite o no se atreven a participar. Con la obligación de salir a votar, una persona que conozca a estos nuevos actores y no dependa del entramado clientelista ni de los sectores controlados por los líderes tradicionales, o que en gracia de discusión, en cada elección vende su voto y ya no encuentra el mismo precio de antes, seguro que considerará mejor sufragar atraído por sus ideas o capacidades, o dar el voto por quien no ha tenido la oportunidad de aspirar y ahora la tiene en relativa igualdad de condiciones.

Tal como expresé en esa conversación con Artunduaga: “También operaría un enorme salto cuantitativo porque al obligar a todos los ciudadanos a participar sujetos a un sistema de premios y castigos, la abstención se reduce sustancialmente y el ejercicio del voto recupera el significado noble y altruista de comprometer y habilitar al votante para opinar sobre el rumbo que quiere en la política o en la dirección del estado en todos los niveles. Así mismo, familiariza al tradicional abstencionista con los mecanismos de participación ciudadana que están al borde de ser descartados por falta de votantes.

Hasta ahora, en Colombia el voto ha tenido mucho de derecho ciudadano y muy poco de deber, por lo que la baja participación –menos del 50% en promedio- sigue siendo una constante que aporta buena parte al déficit democrático. Los que defienden la libertad de votar o de abstenerse terminan resignando en manos de una minoría la suerte de sus comunidades, deslegitimando aún más la democracia.”

Si bien en el mundo existen más países con sufragio voluntario, no son pocos los que establecen su obligatoriedad y muestran mejores indicadores de participación electoral. Hay casos recientes como el de Chile, que siendo una democracia nueva, derogó en el 2011 la obligatoriedad por considerar que los votantes habían aprendido el valor del voto en los últimos 30 años. Empero, ante los pobres resultados que reflejaron un evidente retroceso en la participación para integrar la convención constituyente y en la última elección presidencial, ahora se está reclamando la reinstalación del voto obligatorio.

En síntesis, el voto obligatorio es el antídoto contra muchas de las debilidades de nuestra democracia: indiferencia con lo público, abstención, corrupción al elector y lenta renovación del liderazgo, entre otras. Ojalá el congreso no desperdicie esta oportunidad para subsanar esos defectos.

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