Juan Restrepo

Ex corresponsal de Televisión Española (TVE) en Bogotá. Vinculado laboralmente a TVE durante 35 años, fue corresponsal en Manila para Extremo Oriente; Italia y Vaticano; en México para Centro América y el Caribe. Y desde la sede en Colombia, cubrió los países del Área Andina.

Juan Restrepo

Xi Jinping, el rey del mundo

Esta semana corrió el rumor de un golpe de Estado en China. No es casualidad. Estamos en vísperas del XX Congreso del Partido Comunista, PCCh, y, contrario a las máximas reuniones del partido de las tres últimas décadas, en las que se elegía a un secretario general o se le reelegía para un segundo mandato, ahora se reelegirá a Xi Jinping para un tercer mandato, y quién sabe si no se trata de una reelección de por vida. El cargo incluye la presidencia de la poderosa Comisión Militar Central y el de Presidente de la República Popular China. Xi Jinping es quizá el hombre más poderoso del mundo y, salvo sorpresas, en el congreso que empieza el 16 de octubre recibirá la confirmación de ese poder.

Cosa que en Occidente se ve con preocupación. Esta misma semana Martin Wolf el más influyente analista económico del Financial Times de Londres, veía esta reelección poco menos que como una amenaza para Occidente y un verdadero desastre en términos globales. Es peligroso para China y para el mundo, vino a decir. “Sería peligroso incluso si hubiera demostrado ser un gobernante de competencia inigualable. Pero no lo ha sido. Tal como van las cosas, los riesgos son de osificación a nivel interno y de creciente fricción en el exterior”, ha escrito Wolf.

Cuando en 2018 se cambió la Constitución china para permitir la maniobra que está a punto de consumarse ahora, se tocó una de las más sensatas herencias de Deng Xiaoping que era la limitación de dos mandatos de cinco años. Efectivamente, diez años parecen más que suficientes y con mayor razón en casos de poder incontestable, como ocurre en China. Los autócratas rodeados de fieles, protegiendo su legado y cada vez más aislados y a la defensiva evolucionan en personajes paranoicos tipo Vladimir Putin, cuya obra tenemos todos tan cerca en estos días.

Xi Jinping es uno de los que en voz baja llaman en China “príncipes” por su pedigrí familiar. Su padre fue dirigente del partido de espíritu reformista, y por ello fue torturado durante esa locura colectiva llamada Revolución Cultural, con la que Mao Tsetung quiso deshacerse de sus enemigos políticos. El mismo Xi padeció los rigores de ese movimiento, estuvo en un campo de reeducación; y su media hermana se suicidó, como tantos que no pudieron soportar el frenesí de la Gran Revolución Cultural Proletaria.

Así que al llegar al cargo de secretario general del partido muchos vieron en él a un reformador como su padre, y a alguien que trataría de alejarse de aquel fanatismo que llevó a China al borde del abismo. Craso error. Xi, que también fue torturado y vivió siete años en una cueva en el campo para “aprender las virtudes del trabajo duro”, emprendió una fuga hacia adelante y quiso ser más rojo que la misma bandera patria; y en lugar de reformar el partido después de las purgas de Mao, se dedicó a restaurarlo; porque, en su opinión, el partido es la única institución capaz de evitar que se repita aquel caos. Resultado: se ha dedicado a imitar a Mao en el fondo y en la forma.

Si Mao Tsetung logró unir al país y Deng Xiaoping lo llevó a la prosperidad, Xi Jinping está convencido de ser el líder de una China grande frente a la decadencia de Occidente. Da la impresión de que Xi Jinping sea el dirigente chino encargado de pasar la factura a Occidente de la humillación sufrida por el gigante asiático en el siglo XIX con el final de la última dinastía. “El pueblo chino nunca volverá a permitir que fuerzas extranjeras nos intimiden, opriman o esclavicen”, dijo el año pasado, con motivo del centenario de la fundación del partido. “Cualquiera que se atreva a intentarlo destrozará su cabeza contra la gran muralla de acero forjada con la carne y la sangre de más de 1.400 millones de chinos”.

En su afán por seguir la senda de Mao Xi Jinping ha ido eliminando enemigos políticos en estos últimos años. Cerca de un millón y medio de funcionarios han sido acusados de corrupción, algunos por causas tan peregrinas como “llevar una vida decadente” o “falta de ideales”. Todos han sufrido penas que van desde una multa a condenas a pena de muerte, conmutada en el caso del ex ministro de Justicia Fu Zhenghua, por cadena perpetua. Zhou Yongkang, ex ministro de Seguridad, sometido a igual condena, se convirtió en su momento en el cargo de más alto nivel nunca antes juzgado en China desde la fundación de la república en 1949.

Estas purgas y defenestraciones políticas explicarían los rumores de golpe de Estado, aunque es difícil saber cómo se manejan los hilos de poder en China. Un hipotético golpe no vendría del Ejército, como se especuló en estos días; de llegar a ocurrir, cosa que hoy por hoy parece más propio del reino de la fantasía, vendría del Partido Comunista, algo así como lo que vivió Mijail Gorbachov en 1991 en la URSS.

Que Xi Jinping tiene contestación al interior del Partido parece evidente, a pesar del secretismo con el que se maneja el poder político en China. Valga de muestra la definición que hizo de la economía el ex primer ministro Wen Jiabao: “inestable, desequilibrada, descoordinada e insostenible”, como para ponerlo en la lista de personajes a purgar.

Muchas cosas han cambiado en las relaciones de luna de miel que vivieron hasta hace unos años China y Occidente, no solo por la prepotencia que se percibe desde el gigante sino por la dificultad de Occidente para adaptarse al ascenso de China. Las buenas relaciones se mantuvieron mientras China era un país en desarrollo; hoy con su poderío y con un dirigente queriendo emular a Mao Tsetung, nos encontramos ante un panorama nuevo y, desde luego, muy inquietante. No solo para China, para todo el mundo.

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