Yo hablo, tú hablas, él habla

“En el futuro habrá, posiblemente, una profesión que se llamará oyente. A cambio de pago, el oyente escuchará a otro atendiendo a lo que dice. Acudiremos al oyente porque, aparte de él, apenas quedará nadie más que nos escuche. Hoy perdemos cada vez más la capacidad de escuchar". 

Biung-Chul Han

Mi padre sabía escuchar. Como parte del don del consejo que le otorgó el Espíritu Santo, recibió la maravillosa facultad de atender lo que el otro tenía por decir sin importar si era algo trivial o un problema grave; si era de la esfera de lo intimo o lo político; si se trataba de un secreto muy guardado o de cosas de las que se hablan sin comprometer a otros ni a sí mismo. En mi caso se tomaba su tiempo mientras hacíamos largas caminatas en silencio, hasta que se abría la grieta por donde se escapaban gota a gota o a torrentes mis palabras. Quienes tuvieron el privilegio de ser escuchados por mi padre pueden dar testimonio de esa maravillosa experiencia que llegó a cambiar el destino de muchos. 

No sabemos con certeza qué tanto influyó en cada uno de nosotros el largo silencio de la escucha interrumpido discretamente para insinuar un texto o una frase recopilada con afecto, a veces pensando en un pariente o un amigo al que le podría ser de utilidad, que como en el I Ching o en el oráculo contenía la respuesta detrás de un enigma.

En estas semanas de encierro obligado sentimos la necesidad de ser escuchados y en la soledad acudimos al sustituto del oyente que nos proporciona la tecnología con la que contamos en el siglo XXI. El oráculo es la red, la que nos obliga a sustituir hablar por escribir, en donde nos desahogamos ya sea haciendo cortos comentarios o compartiendo un enlace con el que nos sentimos solidarios o indignados, dirigidos a todos y a nadie. Sabemos que alguien nos lee cuando recibimos un “like” o un comentario… apenas eso. 

En una situación tan desconcertante es natural que nuestros juicios se puedan ver alterados de repente hasta afirmar hoy lo que negábamos ayer. En nuestro interior mantenemos un constante debate y nos vemos acosados por las dudas hasta el punto de pretender resolverlas leyendo cuanta cosa se nos aparece para terminar desconcertados al notar que tanto lo que dice el uno como lo que dice el otro lo hemos considerado valido o invalido, así caigamos en francas contradicciones. Desde las teorías de conspiraciones como las decisiones gubernamentales que en otra situación habríamos condenado por exageradas, irracionales y autoritarias, las recibimos con una condescendencia inusitada y, a pesar de contar con un tiempo extra para reflexionar sobre esos asuntos, nos vemos desbordados por la información creyendo que si no sabemos todo no sabemos nada. 

Así, nuestros pensamientos van de un lado a otro teniendo que disculparnos por lo dicho al calor de la indignación, luego de entender que era innecesario y debió quedarse en la cabeza sin convertirse en palabras, aunque luego se considere que no estaba del todo equivocado y que lo que se piensa hoy tal vez se refutará mañana, luego de leer o escuchar por las redes una nueva versión de los hechos.

Espacio para los mensajes los hay de sobra pero no los hay para hablar y escuchar. A falta de quien nos escuche de pronto estamos condenados a ser nuestros propios oyentes.

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