Desde que el avance del coronavirus se convirtió en el principal asunto de la agenda global, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, decidió instalarse en la vereda opuesta a los datos científicos disponibles y a las orientaciones provenientes de las autoridades médicas.
En su postura de defender la “vuelta al trabajo” de los brasileños, el primer mandatario desacredita, siempre que puede, la gravedad de la pandemia.
El 26 de marzo, mientras la mayoría de los habitantes del país escuchaban aislados en sus hogares, Bolsonaro aseguró en una conferencia de prensa que el COVID-19 es “apenas una gripecita”.
Esa fue la gota que rebasó el vaso, no solo para buena parte de los ciudadanos, que salieron a los balcones a gritar “Fuera Bolsonaro”, sino también para quienes eran hasta ese momento sus aliados políticos.
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Los líderes del Congreso Nacional, representantes del poder judicial, gobernadores, alcaldes, entidades médicas, parte de la cúpula militar y hasta el vicepresidente, Hamilton Mourão, se distanciaron apenas pudieron del discurso y de la postura presidencial.
A pesar del revés, Bolsonaro continuó desafiando las pautas que su propio Ministerio de Salud dictaba, paseando por concurridos centros comerciales, dándole la mano a sus fieles y hasta asistiendo a celebraciones religiosas. “No se preocupen, Dios es brasileño”, llegó a decir.
Ni siquiera el golpe de timón de líderes mundiales como Donald Trump, presidente de Estados Unidos, y Boris Johnson, primer ministro británico, quienes tardaron en reaccionar y en adoptar medidas de distanciamiento social, modificó el pensamiento de Bolsonaro.
“Es más que claro que Brasil atraviesa una crisis institucional severa por las irresponsabilidades que el presidente comete una y otra vez”, explica el politólogo Fernando Limongi.
“Bolsonaro entra en conflicto no solo con los demás poderes, sino también con su propio gobierno y actúa a contramano de todos los líderes mundiales; inclusive de Trump, a quien admira”, agregó.
El pasado 6 de abril, cuando en Brasil cada día aumentaba el número de muertos, Bolsonaro estuvo a punto de despedir a su Ministro de Salud, Luiz Henrique Mandetta, en medio de la crisis porque, según el presidente, “precisaba un baño de humildad”. “El bolígrafo lo tengo yo y puedo usarlo cuando quiera”, dijo horas antes.
La intervención del general Walter Braga Netto, ministro de la Casa Civil y una especie de “interventor” militar dentro del gobierno, salvó la gestión de Mandetta, que según una encuesta del instituto Datafolha tiene un 72% de aprobación entre los brasileños.
Poco después, Bolsonaro comenzó a insistir sobre los beneficios de la hidroxicloroquina, un principio activo antimalárico aún en fase experimental para el tratamiento del coronavirus.
“Es su delirio mesiánico, una forma de decir que de él viene la cura”, explica Sergio De Castro, director de la Escuela Brasileña de Psicoanálisis.
Entre sus contradicciones y sus manifestaciones impredecibles, Bolsonaro perdió casi todo tipo de apoyo.
“Como ciudadano, lamento su postura”, dijo João Doria, gobernador de Sao Paulo y otrora aliado del actual primer mandatario. “Le pido a las personas que se queden en casa y no le hagan caso a lo que dice el presidente”, agregó el líder paulista.
La respuesta de Bolsonaro no tardó en llegar. “Guárdese sus observaciones para 2022, cuando su excelencia podrá destilar toda su demagogia y su odio”, dijo el presidente, haciendo referencia a las próximas elecciones nacionales, a las cuales Doria se presentaría como candidato.
Sin embargo, dentro de la alianza de gobernadores del sudeste brasileño que desoyen órdenes de Bolsonaro la figura que más llama la atención es la de Ronaldo Caiado, del estado de Goiás, médico de formación y quien se autodefinía como “Bolsonarista de primera hora” antes de la pandemia.
“No puedo admitir que venga un presidente de la república a lavarse las manos, culpando a otros por las fallas en la economía y los empleos que se pierden. No es la postura de un gobernante. Los estadistas deben asumir las dificultades de cada momento”, sostuvo Caiado.
Si a esa soledad en el campo político que Bolsonaro enfrenta se le podría sumar algún otro peso, el mensaje de Cándido Brancher, presidente de Itaú, el principal banco brasileño, cayó como una bomba. “Me gustaría tener un administrador de crisis, que coordine las acciones de gobierno, pero no lo tenemos”, expresó.
Las contradicciones de Bolsonaro y las manifestaciones diarias de una parte de los brasileños que piden su salida aceleraron los pensamientos, aún tibios, de un pedido de impeachment.
“No hay motivos para eso”, sostuvo tajante Rodrigo Maia, presidente de la Cámara de Diputados, quien tiene poder legal para iniciar un pedido de destitución en el Congreso.
“Por más que el presidente esté cometiendo, según mi opinión, crímenes contra la salud pública al actuar como lo está haciendo, precisamos encargarnos de una crisis por vez”, agregó.
Por: Anadolu.