
Benjamin Netanyahu aterrizó en Nueva York bajo un círculo rojo de rechazo: miles de manifestantes lo esperaban en las calles con pancartas, recordándole que no solo carga con la guerra en Gaza, sino también con una orden internacional de arresto por crímenes de guerra. No era una llegada de Estado, era la de un primer ministro cercado por la justicia y por la opinión pública.
La escena dentro de la Asamblea General de la ONU no fue más amable. Mientras tomaba la palabra, diplomáticos se levantaron y abandonaron el salón, dejando un auditorio con sillas vacías que retrató el aislamiento de Israel frente al mundo.
Netanyahu respondió con símbolos más que con diplomacia: un mapa titulado “The Curse”, un pin con código QR que remitía al 7 de octubre, y tarjetas con preguntas de opción múltiple para dramatizar su mensaje. Su frase más fuerte fue que Israel debe “terminar el trabajo”, negando cualquier posibilidad de un Estado palestino y acusando a los países que lo reconocieron de premiar el terrorismo.
Más que un discurso, fue un espectáculo calculado para proyectar desafío. Afuera, la calle lo cercaba con gritos; adentro, el silencio de los asientos vacíos lo contradecía.
¿estamos ante la voz de un líder que aún se cree indispensable o frente al show desesperado de un político acorralado por la justicia y rechazado en el escenario global?