No es una denuncia ni un alegato: es una carta escrita con el alma rota.
“Hoy nos enfrentamos al peor dolor que un padre, una madre y una familia pueden experimentar”, comienza diciendo el comunicado firmado por Mónica Jaramillo Buitrago y Jaime Alberto Moreno Gutiérrez, los padres de Jaime Esteban Moreno Jaramillo, el joven de veinte años que ya no volverá a casa.
En cada línea se siente la incredulidad, la ternura y la rabia contenida. No hablan de golpes ni de culpables, sino del hijo que fue. “Nuestro amado hijo ha dejado este mundo en medio de hechos completamente violentos y desmedidos que ya se encuentran en investigación ante la Fiscalía General de la Nación.”
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Jaime Esteban era el mayor de la familia. Con su hermano menor, dicen, “eran los más amigos y se tenían el uno al otro”. A los veinte, estudiaba ingeniería de sistemas en la Universidad de los Andes, donde destacaba por su disciplina y su capacidad para aprender. “La más hermosa persona, excelente ser humano”, escriben. Un muchacho que, según sus padres, iluminaba no solo su casa sino también la vida de quienes lo conocieron.
El comunicado no busca titulares. Es un retrato íntimo de un hijo: el campeón de ajedrez del colegio San Bartolomé La Merced, el programador autodidacta que soñaba con crear aplicaciones para mejorar la vida de las personas, el joven que hablaba inglés, que se preparaba para un intercambio en Finlandia y que quería ver el mundo.
“Hemos perdido un ser maravilloso e irreemplazable”, dicen. “Único, auténtico, católico. Le cortaron sus sueños, sus planes, sus proyectos.” La frase cae como un golpe seco, sin adornos.
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No hay rencor en sus palabras, solo un pedido: justicia. “No comprendemos cómo un ser tan especial perdió la vida en un ataque tan brutal. Confiamos en la justicia colombiana para el esclarecimiento de los hechos, oramos para que se haga justicia y que los responsables reciban todo el peso de la ley.”
Cada oración parece escrita entre lágrimas. Al final, firman con una verdad simple y devastadora: “Padres sin consuelo.”
La familia Moreno Jaramillo se une así a una larga lista de padres que han debido convertir el duelo en voz pública. Sus palabras evocan otros nombres y otras fechas, como las de aquellos que alguna vez buscaron respuestas tras perder a un hijo en circunstancias tan absurdas como injustas.
Pero esta historia no es sobre la muerte, sino sobre el amor que queda.
Un amor que se aferra a la memoria de Jaime Esteban: al joven disciplinado, al hermano mayor que enseñaba ajedrez, al estudiante que soñaba con diseñar tecnología para el bien común, al hijo que todavía parece llenar de luz el silencio de su casa.
Mónica y Jaime no piden venganza. Piden que su historia no se repita. Que la justicia sea rápida, que los jóvenes vuelvan a casa después de una noche de fiesta, que el país escuche cuando unos padres escriben desde la herida más profunda.
Jaime Esteban ya no está, pero su voz sigue viva en las palabras de sus padres, en el amor que no se apaga y en la certeza de que ningún hijo debería morir después de una noche de fiesta. Ellos, Mónica y Jaime, siguen firmando con la misma frase que duele y abraza al mismo tiempo: “Padres sin consuelo.”
