Un 13 de noviembre de 1985 llovió durante toda la tarde en Armero. Al principio cayó ceniza, luego arena. El aire olía a azufre, denso y sofocante, por lo que las autoridades recomendaron a la población cubrirse nariz y boca con pañuelos húmedos para no respirar aquel vapor tóxico. Sin embargo, los habitantes del pueblo pensaban en otro peligro: una posible inundación si se rompía la represa natural que una roca había formado en el cauce del río Lagunilla. Nadie imaginaba lo que realmente se avecinaba.
Pasadas las diez de la noche, el volcán Nevado del Ruiz, situado a 44 kilómetros de Armero, despertó con violencia. La erupción fundió los glaciares que coronaban la montaña, y las aguas del deshielo desbordaron varios ríos, entre ellos el Lagunilla. La corriente creció con una fuerza incontenible, cargada de lodo, piedras y árboles arrancados de raíz.
El estruendo era tan fuerte que hacía temblar el suelo. Una hora después, la avalancha alcanzó el pueblo. Nadie tuvo tiempo de huir. Minutos antes, Armero había quedado sumido en la oscuridad, y las líneas telefónicas se habían silenciado por completo.
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No fue sino hasta la madrugada del día siguiente cuando se comprendió la verdadera dimensión de la tragedia. Armero ya no existía: el pueblo había quedado sepultado bajo una espesa y enorme capa de lodo. Con la primera luz del amanecer llegaron también el sonido de los helicópteros de rescate y los gritos desgarradores de quienes permanecían atrapados, clamando entre lágrimas por ayuda en medio del barro.
La voz de Omayra, apenas audible, salió entre escombros y agua oscura. No gritaba; conversaba. Con una calma desconcertante, pedía a los rescatistas que tomaran algo de comer y regresaran con galletas. Tenía 13 años. Su rostro, enmarcado por rizos cortos y los aritos que nunca perdió, era lo único visible entre la maraña de lodo y hierro que la retenía.
La madrugada rota
En pocas horas, la ciudad desapareció bajo un río de fango ardiente. Allí quedó atrapada Omayra: columnas de cemento, vigas, tablones y raíces habían inmovilizado sus piernas bajo un torrente pastoso que no dejaba de subir.
Cuando los rescatistas la hallaron, no lo podían creer. Estaba consciente, conversaba, preguntaba. Tenía frío, pero no lloraba. Periodistas y fotógrafos se acercaron; entre ellos, Frank Fournier, quien observaría en silencio ese momento decisivo.
Omayra hablaba como quien atraviesa un día cualquiera: contaba historias, preguntaba por el colegio, pedía noticias de su familia. Nadaba con palabras en mitad del desastre. Su fortaleza estremecía.
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Los intentos
El lodo alcanzaba su cuello. Bajo ella no había suelo: solo agua lodosa, vigas cruzadas, cemento y probablemente cadáveres. El equipo de rescate buscó la manera de sacarla. La única opción era retirar la estructura que le oprimía las piernas; pero al removerla, la masa completa se desplomaría sobre ella.
No había maquinaria capaz de levantarlo sin que todo cediera. No había bombas de agua, no había manos suficientes. Todo era urgencia, barro y cansancio. A pesar del esfuerzo, la realidad era brutal: si la liberaban, moriría; si la dejaban allí, también. Y aun así, siguieron intentando.
Conversaciones en la tragedia
En pausas breves, Omayra pedía que alguien comiera algo. Reía por momentos. Saludaba.
Su serenidad contrastaba con los ojos enrojecidos de los voluntarios. Habló sobre su escuela. Sobre tareas. Sobre la vida cotidiana que el barro había borrado. De vez en cuando, levantaba ligeramente la cabeza, para asegurarse de que todos siguieran allí.
Su voz fue una resistencia. Su lucidez, un desafío abierto a la muerte.
Pasó una noche, luego otra, el lodo avanzaba imperceptible y la temperatura descendía. 36 horas estuvo allí, sostenida solo por el cuerpo que el barro intentaba tragar. Los rescatistas se turnaban para acompañarla, para abrigarla lo mejor posible, para hablarle. Le prometieron que harían todo lo posible, y lo hicieron. Pero no bastó.
El momento inevitable
La presión del agua y los escombros comprometieron su circulación. Su piel comenzó a oscurecer; el cansancio la vencía por instantes. Fournier observó cuando Omayra extendió la mano, buscó apoyo y dio su última mirada a quienes la rodeaban. Poco después, murió.
Tenía 13 años. Había permanecido más de un día y medio resistiendo, hablando, despidiéndose sin palabras.
Fournier tomó la fotografía que marcaría la historia. En ella, la niña aparece sumergida hasta el cuello, los ojos abiertos, el gesto firme. La imagen viajó por el mundo y se convirtió en símbolo de la tragedia de Armero. No buscaba sensacionalismo: fue evidencia de la soledad de un país frente al desastre.
La foto ganó el World Press Photo en 1985.
Años después, Fournier recuerda el momento sin grandilocuencias:
—Era una niña extraordinaria —diría—.
Su fortaleza lo marcó para siempre.
Aseguró que su intención no fue exponerla, sino mostrar al mundo que Colombia había visto morir a miles sin recursos ni respaldo. La fotografía no fue solo un documento. Fue una denuncia.
Memoria
Omayra no fue la única víctima, pero su rostro se transformó en símbolo universal de resistencia. Su historia recorrió fronteras, cambió la forma de mirar los desastres naturales y reveló cómo un país quedó sin herramientas ante una emergencia anunciada.
No hubo tumba para ella porque el lodo la cubrió, sin embargo, su historia continúa viva. Omayra sigue siendo memoria, no solo de una tragedia, sino de una fuerza inexplicable: la capacidad humana de aferrarse a la vida aun cuando todo alrededor se desmorona.
