La noche trágica de Armero: Crónica del minuto al minuto

Mié, 12/11/2025 - 17:03
El 13 de noviembre de 1985, una avalancha del Nevado del Ruiz arrasó a Armero. Más de 25.000 personas murieron en una tragedia anunciada que marcó a Colombia.
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Ilustración elaborada con Inteligencia Artificial

La tarde del 13 de noviembre de 1985 comenzó con un silencio engañoso en el valle del Magdalena. En el cielo sobre Armero, el aire se tornó denso y una lluvia fina de ceniza descendió del Nevado del Ruiz, un volcán que llevaba casi setenta años dormido. Nadie imaginaba que aquella llovizna gris sería el preludio del fin.

Desde 1984, los geólogos habían advertido que el volcán despertaba. Emisiones de gases, sismos leves y olor a azufre eran señales inequívocas. Los mapas de riesgo existían, los informes fueron enviados, las alertas emitidas. Pero la comunicación entre científicos y autoridades se disolvió entre oficios, reuniones y dudas. Los campesinos veían morir los peces del río Lagunilla, los animales huían del monte, y las aguas hervían. Pocos les creyeron.

Aquella tarde, hacia las tres, el Ruiz lanzó una columna de ceniza oscura. A las cinco, la caída se detuvo y, con ella, la sensación de peligro. El comité local de emergencia se reunió apresuradamente. Concluyeron que todo estaba bajo control. “No hay motivo para alarmar a la población”, se dijo. Algunos recomendaron calma; otros, volver a casa. La Cruz Roja, más prudente, pidió una evacuación preventiva, pero una tormenta eléctrica barrió las líneas telefónicas. En la oscuridad, sin radio ni luz, las sirenas nunca sonaron.

A las nueve de la noche, el volcán rugió después de 140 años de inactividad. Una explosión abrió la montaña y fundió parte del glaciar. El hielo se derritió en segundos, y una avalancha de lodo, roca y fuego comenzó a descender por las laderas. Los torrentes alcanzaban los 60 kilómetros por hora y crecían al arrastrar árboles, troncos, escombros. En Armero, la mayoría dormía.

Desde Murillo y Líbano, los funcionarios de la Defensa Civil intentaron alertar por radio. Solo se escuchó una voz, casi ahogada por la interferencia: “Se nos vino el agua”. Era el alcalde de Armero, Ramón Rodríguez, esa fue su última transmisión.

El fin del mundo en veinte minutos

A las 11:30 de la noche, el primer flujo de lodo alcanzó el valle. La corriente destruyó la subestación eléctrica y dejó al pueblo sumido en la oscuridad total. Segundos después, una ola de barro, piedras y árboles irrumpió por las calles. El estruendo era el de una montaña desmoronándose. Los autos se elevaban como juguetes, las casas se partían, los gritos se perdían en la noche.

Algunos lograron trepar a los techos, otros se aferraron a los árboles. Cada estallido iluminaba fugazmente el paisaje: un mar de lodo y fuego donde antes había calles y patios. Las estufas, los tanques de gas, los vehículos incendiados creaban destellos que duraban apenas segundos.

El primer torrente duró veinte minutos; el segundo, media hora; el tercero, casi dos horas. Tres oleadas bastaron para borrar una ciudad. Cuando el ruido se disipó, el silencio fue absoluto. Tres cuartas partes de los 28.000 habitantes de Armero habían muerto.

El amanecer sobre el fango

Los sobrevivientes describen un amanecer gris, donde el horizonte era una sola planicie de lodo. “No había otro color distinto al gris”, dijo uno. Las ruinas emergían a medias: techos flotando, ramas partidas, los restos de una ciudad confundidos con el barro. Desde lo alto de los árboles, algunos llamaban los nombres de sus familiares, esperando una respuesta. Otros improvisaron un “correo de voces”: alguien gritaba “¡aquí estoy!” y, a lo lejos, otro contestaba. Así fueron reencontrándose quienes quedaron vivos.

En la madrugada del 14 de noviembre, una avioneta civil sobrevoló el área. Desde el aire, el piloto Fernando Rivera transmitió por radio: “Armero ha desaparecido”. Su voz, difundida por Caracol Radio, fue la primera confirmación del desastre para el país entero. “No hay pueblo. Es una playa de lodo. No hay nadie con vida”, dijo entre interferencias.

Los equipos de rescate llegaron con dificultad. El barro tenía varios metros de espesor, los helicópteros no encontraban dónde aterrizar. Pasaron más de doce horas antes de que los primeros heridos fueran evacuados. En tierra, soldados, médicos y voluntarios caminaban hundiéndose hasta la cintura. Aún se oían gemidos bajo los escombros.

Las cifras del desastre

La tragedia de Armero dejó más de 25.000 muertos y cerca de 4.400 heridos. El 94% de la población pereció bajo el lodo. Se destruyeron más de 5.000 viviendas y 210.000 hectáreas quedaron afectadas. Fue el segundo desastre volcánico más mortífero del siglo XX, solo superado por la erupción de Mont Pelée en 1902.

Las imágenes que dieron la vuelta al mundo conmovieron a millones. Entre ellas, la fotografía de Omayra Sánchez, la niña de 13 años atrapada entre escombros durante tres días. Su voz y su mirada revelaron la dimensión humana del desastre.

La catástrofe anunciada

Los estudios posteriores confirmaron que la tragedia fue evitable. El mapa de riesgo elaborado por Ingeominas y presentado un mes antes del desastre ya mostraba que Armero estaba en la ruta de los lahares. Las autoridades locales lo conocían, pero nunca lo distribuyeron entre la población. Las alertas se diluyeron entre tecnicismos, el miedo a provocar pánico y la confianza en la aparente calma.

Tras el desastre, el presidente Belisario Betancur sobrevoló la zona y, en una alocución radial, asumió “esta es una prueba para nuestra Patria, pero (..) es una posibilidad de mostrar la fe que tenemos los colombianos en nuestra Patria”. En su voz se escuchaba el peso de una semana trágica: hacía apenas siete días el país había vivido la toma y retoma del Palacio de Justicia. Colombia estaba de duelo antes de comprender la magnitud de uno nuevo.

El Gobierno creó la corporación Resurgir para manejar la reconstrucción, pero las críticas llegaron pronto: burocracia, lentitud, promesas incumplidas. Décadas después, las ruinas de Armero permanecen cubiertas por maleza. Entre los restos, aún se alzan algunas cruces oxidadas con nombres escritos a mano.

Cuarenta años después, Armero sigue siendo una herida abierta en la memoria de Colombia. La historia no solo narra un desastre natural, sino la suma de advertencias ignoradas y voces que el barro quiso silenciar. Esa noche, el país aprendió, demasiado tarde, que una llovizna puede anunciar el fin del mundo

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