Así fue que acompañamos una caminata migratoria de 2400 kilómetros

Lun, 14/12/2020 - 13:09
Periodistas del Times en Colombia y Venezuela, dio seguimiento durante meses a la historia de una mujer embarazada y su pequeño hijo desplazados por la pandemia.

El día que recibimos un mensaje de texto diciéndonos que Jessika Loaiza estaba en trabajo de parto en Colombia, mi colega Federico Rios, fotógrafo, se subió a su moto y condujo 18 horas, a veces bajo lluvia torrencial, para llegar hasta ella. Como jefa de la oficina en los Andes de The New York Times, vivo en Bogotá, la capital colombiana y me subí a un auto para viajar solo diez horas.

Jessika era una madre venezolana que vivía en Colombia y había perdido su trabajo en medio de la pandemia. Con su hijo, Sebastián, de seis años, había pasado la mayor parte del año caminando entre los dos países, en el intento de encontrar un nuevo hogar. La habíamos seguido durante meses, con el objetivo de ayudar a los lectores a comprender la experiencia de millones de migrantes desplazados por la implosión económica causada por la crisis sanitaria.

Mientras íbamos a toda velocidad por el campo colombiano, mi colega Sofía Villamil hacía llamadas telefónicas, asegurándose de que tendríamos acceso al hospital una vez que llegáramos. Cuando lo hicimos, nos pusimos las batas del hospital y dos capas de mascarillas médicas alrededor de la cara, lo que nos permitió documentar algunos de los primeros momentos de Jessika con su bebé recién nacido, el niño que había llevado en su vientre durante la mayor parte del viaje.

Después, enviamos un mensaje a las periodistas Isayen Herrera y Adriana Loureiro Fernández, en Venezuela, para anunciar la buena noticia: el niño de Jessika estaba sano, y Jessika estaba bien.

Juntos, cubrimos la búsqueda de estabilidad de Jessika a lo largo de 2400 kilómetros. ¿Cómo lo hicimos?

Federico y yo conocimos a Jessika en mayo, cuando trabajábamos en otra historia. En ese momento, miles de venezolanos salían de Colombia, pues habían perdido sus trabajos en medio de cierres relacionados con el virus, y queríamos incluir esta narración en una pieza más larga sobre la forma en que la pandemia estaba exacerbando la desigualdad en toda la región.

La primera vez que vimos a Jessika con su familia en la autopista que salía de Bogotá inmediatamente me impresionó su madurez. Tenía solo 23 años pero parecía llevar el mundo sobre sus hombros. “¿Dónde dormiremos?”, se preguntaba. “¿Cómo vamos a comer?”. Y ahí estaba Sebastián, con un gorro de lana y un osito de peluche al frente. Tenía la curiosidad de un niño, pero estaba a punto de emprender el viaje de un adulto.

Juntos parecían encarnar el peaje que el virus cobraba en las muchas personas de todo el mundo cuyas vidas ya habían sido destrozadas por la guerra y las disfunciones políticas.

Mi editora, Juliana Barbassa, descubrió su historia en mis notas, y sugirió que separásemos su relato y lo convirtiésemos en una pieza separada.

Una vez que decidimos seguir con ellos, nos enfrentamos al reto de mantenernos en contacto durante muchos kilómetros y semanas, por no mencionar una frontera cerrada.

Muchas historias del Times involucran un equipo, pero esta requirió un esfuerzo particularmente coordinado de cinco periodistas trabajando por más de seis meses, con varios de nosotros conduciendo miles de kilómetros para encontrarnos con Jessika y su familia a lo largo de la ruta. Al final, el documento de Google que contenía nuestras notas abarcaba 124 páginas.

Cuando podían, Jessika; Sebastián; la pareja de Jessika, Javier; y Jesús el hermano de ella, también participaron en el proceso de reportería, enviándonos cientos de mensajes de texto y de audio de su viaje, a veces con fotografías, a menudo respondiendo a mis preguntas sobre acontecimientos triviales e importantes del camino.

Finalmente, hacia el final del viaje, le di a Sebastián un paquete de marcadores y un cuaderno, una herramienta de reportería que empezó a utilizar para documentar el viaje desde su perspectiva, enviándonos imágenes de sus dibujos, convirtiéndose en un pequeño documentalista en formación.

Después de la noche inicial en la carretera, Federico visitó a Jessika y a su familia dos veces más a lo largo de la ruta en Colombia, uniéndose a ellos en un camión de contrabando por un gélido paso de montaña, y luego viajó con ellos hasta la ciudad fronteriza colombiana de Cúcuta. En el camino, le envié preguntas para la familia y le pedí que compartiera los sonidos, los olores y las texturas del viaje, y él respondió con audio, vídeos y fotos.

Mientras él viajaba con ellos, creé un documento interactivo que combinaba mis notas con todas nuestras conversaciones de WhatsApp, e incrusté archivos visuales y de audio, todo ello en orden cronológico, para poder intentar recrear la textura del momento cuando me sentara a escribir.

Al otro lado de la frontera en Venezuela, la familia nos envió imágenes de un centro de detención del gobierno donde estaban en cuarentena. Jessika se sentía mal, dijo. Al igual que muchos otros en el campamento. Empezamos a preocuparnos. Y luego perdimos contacto.

Durante semanas no supimos nada de ellos, y solo sabíamos que su objetivo final era una casa propiedad de la familia de Jessika en o cerca de la ciudad de San Felipe. Así que comenzamos una búsqueda. Federico llamaba repetidamente a todos los números de teléfono que la familia había usado a lo largo de la ruta. No hubo suerte.

Les escribí a todos en Facebook, y luego empecé a enviar mensajes en línea a sus amigos y familiares, para tratar de averiguar lo que había sucedido.

Finalmente, obtuvimos una pista, y alguien nos dijo que Jessika y su familia habían llegado a San Felipe, pero que no sabían mucho más.

Llamé a mi colega Isayen Herrera, en Caracas, y le pregunté si podía iniciar su propia búsqueda y plantearse ir a San Felipe, a unas cuatro horas de distancia, para buscarlos. Ella aceptó.

Y entonces tuvimos suerte: la familia entró en un cibercafé para comprobar si la ayuda del gobierno había llegado a sus cuentas bancarias en Venezuela. Ese día, el hermano de Jessika, Jesús, abrió Facebook y comenzó a enviarnos mensajes.

Isayen y Adriana Loureiro Fernández, fotógrafa, luego pasaron varios días de viaje entre San Felipe y el pueblo de Sabaneta, donde Jessika y Javier se habían establecido con Sebastián

La gasolina y las piezas de automóviles eran tan escasas en esa época que las principales carreteras del país se habían convertido en estacionamientos, llenos de carros averiados y motoristas varados.

A través de las entrevistas de Isayen, nos enteramos de lo difícil que se había vuelto la vida para la familia en Venezuela.

Nuestro producto final, un artículo de 2000 palabras publicado el 27 de noviembre, es un testimonio del compromiso del Times de contar historias complicadas en tiempos difíciles.

Pero para mí, la parte más notable de esta narración es que Jessika y su familia hicieron todo esto —permitiéndonos seguirlos durante meses, para documentar sus momentos más difíciles e íntimos— sin pedir nunca nada a cambio.

Jessika, Javier y Sebastián respondieron pacientemente a todas mis preguntas, incluso a las muy dolorosas, incluso a las repetitivas, incluso cuando no estaba claro cuándo se publicaría algo de esto. Comprendieron automáticamente que su historia ayudaría a muchos otros. Y es gracias a ese entendimiento, gracias a ellos, que pudimos publicar esta historia.

Días antes de que la historia se publicase, llamé a Jessika para hacer una verificación de los hechos, y me dio algunas de las primeras buenas noticias que había escuchado de ella. Después de pasar varias noches en la calle en Bogotá, su antigua jefa les había dado una habitación para dormir, permitiéndoles escapar de la lluvia torrencial que se había apoderado de la ciudad esa semana. Javier había encontrado un trabajo en un lugar para reciclaje de basura. Y Jessika había vuelto a inscribir a Sebastián en la escuela, con la esperanza de que pudiera empezar las clases después de las vacaciones de Navidad.

La vida seguía siendo muy precaria. El trabajo pagaba poco, la casa era temporal, Sebastián no tenía forma de conectarse a las clases virtuales. Pero por un momento, parecía que el viaje de regreso a Colombia había valido la pena.

Por: Julie Turkewitz, The New York Times

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