De campesino cultivador a marinero del Gloria

Lun, 12/05/2014 - 13:23
Sentado en un sofá blanco de cuero, el infante de marina Leonardo Figueroa Bautista les quita el forro a decenas de cojines de las sillas de la cámara de oficiales del Buque Gloria. El pequeño infa
Sentado en un sofá blanco de cuero, el infante de marina Leonardo Figueroa Bautista les quita el forro a decenas de cojines de las sillas de la cámara de oficiales del Buque Gloria. El pequeño infante, de 1.50 mts. de estatura, oscila apenas con el movimiento del barco, mecido ahora por una marea benévola del Pacífico, de olas largas y mansas que empujan con suavidad la embarcación. Figueroa es el encargado de servir en la cámara de oficiales: lleva las comidas, inspecciona las provisiones, pone los manteles, trapea los pisos y limpia las vajillas. Debe mantener todo impecable. Figueroa es uno de los cinco infantes regulares que viajan en el Gloria. Nació hace 19 años en Lebrija, un municipio de Santander situado a una hora de Bucaramanga. Allí, sus padres le enseñaron a labrar la tierra y cultivar el aguacate, el limón y la guayaba. Mientras arma una torre con las espumas rosadas de los cojines, cuenta, con un singular acento costeño, cómo fue su ingreso a la armada: “Yo quería entrar al Ejército, pero un día mientras estábamos desayunando, escuché en la radio un comercial que invitaba a los jóvenes a presentarse en la Armada Nacional de Colombia. Un tío me dijo que me presentara, que eso era bueno. Mejor que el Ejército”. Siguiendo los consejos de su tío, sin saber nada de barcos ni del mar, se presentó a los exámenes. Todo iba bien hasta cuando midieron su estatura. Estuvo a un centímetro de no ingresar. Un metro indicaba que medía 1.50 mts. y otro 1.49 mts. Al final le hicieron caso al primero y lo aceptaron. Pasó, como se dice, “raspando”. Luego de unos meses de servicio en Puerto Inírida, el joven campesino de Lebrija zarpó el 11 de enero de este año de Cartagena y desde entonces ha estado siempre en el mar. “Al principio el mareo era horrible. Me dio muy duro el “mareteo”. Luego me fui adaptando y ya no me afecta”, dice. En el Gloria ha visto olas enormes, delfines jugando en la corriente del buque, nieve cayendo sobre sus manos, ballenas asomando sus lomos en la lejanía, tormentas que hacen cabecear el barco. Cuando este lebrijense regrese a Cartagena, el 18 de julio, habrá pasado 186 días en el mar. Ya conoce Punta del Este, Mar del Plata, Ushuaia, Valparaíso, Callao y Manta, entre otros puertos. Su lugar favorito, las playas transparentes y azul marino de Itajaí, en Brasil. Infante Figueroa Es el último eslabón en la escala de mando. El único que no manda a nadie más que a sí mismo. “Recibido, mi teniente”; “Como ordene, mi capitán”, acata cualquier orden con la frescura y tranquilidad de quienes tienen temple de hierro. En medio del olor monótono del interior del barco y de la cubierta, su mente le trae a ratos, como el oleaje, el aroma de la sazón de su mamá. Lo único que extraña. Figueroa asegura haber aprendido mucho del oficio de mesero. No es lo mismo servir platos y tasas de café en tierra firme que en un buque en medio de un mar embravecido. Cuando no está lavando vasos, llevando bandejas o trabajando en la despensa, estudia las cartas de navegación y aprende cómo se manejan el radar y el timón. En el Gloria se pierde la noción del tiempo. Hay que hacer cuentas para saber si es lunes o domingo. Figueroa, mecido por el mar, sigue en su tarea, muchas veces mecánica, lejos de los ajetreos que tienen lugar en tierra firme. Ajeno a las peleas políticas, al precio del dólar y a los trancones de las grandes ciudades. El próximo año buscará empezar su carrera en el Armada. Quiere convertirse en un curtido navegante. Por lo pronto, ha tejido una raviza, una suerte de collar de hilo donde los marinos clavan los pines de los lugares que han visitado. “Sólo me falta el de Perú. Allí no conseguí el pin”, dice el pequeño marinero, y vuelve a sus tareas, imperturbable, con un limpión en la mano.
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