De rumba en Andrés Carne de Res

Dom, 21/11/2010 - 23:30
A Andrés Carne de Res, van ricos y no tan ricos, famosos e ignotos, locales y extranjeros. Todos ellos, juntos pero no revueltos, comen y beben a placer hasta la hora de cerrar.

Yo traba
A Andrés Carne de Res, van ricos y no tan ricos, famosos e ignotos, locales y extranjeros. Todos ellos, juntos pero no revueltos, comen y beben a placer hasta la hora de cerrar. Yo trabajé en Andrés Carne De Res y fui feliz, aunque no lo volvería a hacer. El ACR en el que yo trabajé como mesero hace trece años no es el mismo de hoy. En 1996 había una sola sede, la de Chía, que solo abría sábados y domingos y era poco más de la mitad de la mole para dos mil personas que es hoy. Andrés Jaramillo era ya una leyenda viviente, creador y líder de una experiencia única, anfitrión de la élite de la sociedad colombiana, pero también del ciudadano raso que se pegaba el viaje desde Bogotá para ver “cómo era eso”.  , curiosidad que –según me contaban los meseros de mayor experiencia- le dejaba utilidades mensuales de 70 millones de pesos. Y eso es lo que siempre me ha llamado la atención: ¿quién quiere aguantarse el trancón de los sábados en la autopista norte, pagar peaje, hacer fila para pagar veinte mil pesos no consumibles, aceptar que lo sienten donde sea –en el caso de que se clasifique a mesa-, matarse a codazos con los comensales por llamar a la mesera, ir al baño o a la pista de baile, esperar horas por un mojito de cuarenta mil pesos, cincuenta mil por una carne, ciento diez mil por una botella de aguardiente y al final de la fiesta correr el riesgo de dar con un retén y terminar sin pase y con el carro en los patios? Yo, yo quiero. Y detrás de mí, miles –millones quizá–. El asunto es que este Andrés Carne de Res no es el mismo de catorce años atrás, sin que eso sea malo. Siempre insistió en que nunca abriría sucursales; su orgullo era ser el primero en llegar y el último en irse del restaurante, no perder detalle alguno de empleados y visitantes, no dejar ningún cabo suelto, desde la carnicería que le proveía la punta de anca, hasta cómo había quedado la escultura de un hombre bailando, hecha con una lata de Coca – Cola. Todo aquel que quisiera contar que se había ido de fiesta a ACR tenía que pegarse el viaje hasta Chía. El lugar no ha dejado de llenarse cada noche pese a que ahora tenemos Andrés DC, en plena zona rosa de Bogotá, lugar que se extiende a lo alto y no a lo ancho, como el original. Al de Chía no le cabe otro coroto más, otro adorno colgante, en el bogotano se puede respirar y moverse,; en el Andrés de Chía se siente que nadie sobreviviría a un incendio porque el camino a la salida es intrincado y lleno de obstáculos, pero que tiene personalidad, en el bogotano los techos son altos, los corredores son amplios y las salidas de emergencia están bien demarcadas, pero uno siente que le falta algo, alma quizá, que no es tan acogedor, más allá de que el dinero que se ahorra en gasolina y peaje es significativo. Los 70 millones de pesos de 1997 suenan hoy a chiste. Esa misma cifra fue la que se gastó Andrés D.C. solo en ventanería. La experiencia Andrés Carne de Res atrae a medio millón de personas cada año y pasó de facturar $16.000 millones en 2006 a $35.000 millones en 2008. El milagro de la multiplicación de las carnes se produjo cuando Seaf, un fondo de inversión con presencia en Europa, América Latina y Asia entró como socio y elaboró un plan de crecimiento con Andrés DC como primera avanzada. El esquema entero contempla abrir sedes en Ciudad de México, Miami, Nueva York y Panamá. y llegar a $100.000 millones en ventas en los próximos tres años. La cifra no es descabellada si se tienen en cuenta los precios que maneja el lugar, lo que hace que una cuenta para cinco personas alcance los seiscientos mil pesos. Quien vaya de visita a Andrés no debe ir con menos de un cuarto de salario mínimo en el bolsillo, o con una tarjeta con buen cupo para saldar cuentas. Al comensal raso no le preocupan tales detalles, no está interesado en saber si Andrés Jaramillo le dedica menos tiempo al restaurante que antes, tampoco le importa qué hagan con él con tal de que le permitan entrar y vivir la experiencia. Mientras los clientes de tradición prefieren el de Chía porque se sienten en casa, el ACR de Bogotá le ha abierto las puertas a miles de comensales que llegan en bus y que hasta hace poco no sabían de la existencia de un lugar así. Opulentos o humildes, los precios son iguales para todos, no así el tratamiento. En el Andrés de Chía a todo aquel que es alguien lo sientan en los comedores de la entrada, bien puede ser en El Patios, Postres o El viejo comedor, lugares por donde se mueve Andrés Jaramillo para atender personalmente a los visitantes ilustres: el golfista Camilo Villegas en una mesa, el ex Vice Francisco Santos en la de al lado, y más allá, Amparo Grisales. A mí alguna vez me tocó llevarle un jugo al actor Willem Dafoe. En cambio, todo aquel que llegue tarde en la noche o no sea un talentoso golfista, miembro de una importante familia del país, o diva de la televisión puede terminar rumbeando en comedores emergentes, de menor tradición y rango, como Bohío o Jardines. De todas formas la experiencia será más o menos similar –al igual que la cuenta, como ya dije­– con mimos, actores caracterizados como campesinos o cantantes de salsa y grupos musicales recorriendo el lugar en busca de cumpleañeros para cantarles el cumpleaños feliz al calor de una vela insertada en un ponqué de lata. Andrés D.C., en cambio, está organizado verticalmente: Infierno, Tierra, Purgatorio y Cielo. El lugar más apetecido, el que mas se llena y en donde se acomoda a la “gente linda” es Infierno, mientas que al Cielo, en el último piso del edificio, van a parar los mismos que en la sede de Chía se enfiestan y comen en Bohío. La discriminación social en los restaurantes de Andrés es tan conocida como olímpicamente ignorada (hace unos meses se le negó la entrada a un subcomandante de la Policía de Bogotá). No se trata de que la picada rumbera de los que están en Cielo sea de menor calidad que la de aquellos que se sientan en Infierno, pero existe todo un código no escrito sobre dónde acomodar a cada quién según su condición. Lo apliqué como empleado y lo he sufrido ahora como comensal. Hay días en los que por llegar tarde, mal vestido –o mal acompañado–, termino en los comedores de tercera categoría del restaurante. A Andrés Carne de Res voy casi siempre contra mi voluntad, a regañadientes, convencido por la presión social que ejercen sobre mí ciertos amigos. Antes de llegar al sitio les advierto que no pienso darle un peso al lugar porque voy obligado, y porque creo firmemente que lo peor de lo peor de la sociedad colombiana es la que más disfruta del lugar. Aun así, y traicionándome pese a todo, es allí donde me he pegado las mejores fiestas de mi vida. 
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