El colombiano que ha estado 72 veces preso

Mié, 16/02/2011 - 14:53
Óscar Uribe Vargas entra a la cárcel con la cabeza en alto, como si no hubiera hecho nada malo. Tiene la barriga desbordada, las manos regordetas, la frente marcada por una cicatriz de navaja. “¡
Óscar Uribe Vargas entra a la cárcel con la cabeza en alto, como si no hubiera hecho nada malo. Tiene la barriga desbordada, las manos regordetas, la frente marcada por una cicatriz de navaja. “¡Llegó Piero! ¡Volvió el Pingo!”. Aquí adentro lo conocen. Camina por el pasillo número dos, donde un guardia de gorra azul le abre la puerta de la segunda celda. Al entrar, Uribe Vargas escucha el eco metálico del portón de hierro cerrándose tras su espalda, el mismo que ha oído en trece cárceles diferentes durante cuarenta y dos años. Uribe es un ladrón prostático, diabético, cojo y obeso que ha robado todo cuanto ha pasado frente a sus narices: computadoras, teléfonos, estilógrafos, calculadoras, chequeras, relojes, paraguas, briquets, radios, dinero en efectivo. Hace cuarenta años, dice, decidió “lanzarse al ruedo” y dedicar su vida a robar. Sus papás, con la ayuda de un tío abogado, lo ayudaron a salir de la cárcel las primeras once veces, pero en la número doce Uribe les dijo que no iba cambiar, que su religión no le permitía trabajar, que lo dejaran solo. Blanca y Hernando, sus papás, nunca pudieron controlarlo. De niño, en Bucaramanga, la ciudad donde nació en 1953, se robaba los lápices y los cuadernos de sus compañeros de salón. No duraba más de ocho días en cada colegio. Al final, dando tumbos de un lado a otro, logró graduarse de bachiller. Pero seguía robando, incluso a su familia. Solía irse y un par de semanas después volvía a casa mugriento, flaco y golpeado. Hernando siempre le comentaba a su esposa lo mismo: “En los Uribe no hay ningún ladrón”, decía, y Blanca le replicaba: “en los Vargas tampoco”. Pero el hijo les salió ladrón. A los diecisiete años Uribe se fue de la casa y se hizo hippie, un hippie que no escribía poemas de amor, ni pintaba flores, ni escuchaba a Bob Dylan. “A mí no me gustaba ese cuento de amor y paz”, dice bufando, arrugando la cara como Popeye, el marino. Él sólo quería drogarse. Pasaba los días en la calle sesenta del barrio Chapinero pidiendo limosna. Vivía con un montón de drogadictos en un hotel de mala muerte en la carrera novena con calle trece. En esos días tenía el pelo ensortijado y unas gafas de marco delgado y redondo. Por su aspecto lo llamaban Piero, como el pacífico e inofensivo cantante argentino. Y mientras en 1969 el verdadero Piero llenaba coliseos con su gran éxito “Viejo, mi querido viejo, ahora ya camina lento”, el otro Piero, el malo, era detenido por la policía y enviado por primera vez a la cárcel por corrupción de menores, luego de ser denunciado por el papá de una de sus amigas hippies. Aquella primera vez, según Uribe, fue la única de su récord de 72 veces en la cárcel en que fue recluido por un acto que no cometió. De allí en adelante, el cuento se puso negro. Mientras caminaba por los corredores del patio décimo de la cárcel, por entonces el de menores, Uribe Vargas oía voces que gritaban: “¡Ese es mío!”, ¡qué culo tan rico!”, “¡lo compro, lo compro!”. Y lo compraron. Su cuerpo fue vendido a un viejo recluso del patio, pero ese mismo día un hombre desconocido le ofreció un cuchillo de carnicería y le dijo: “¿Quiere que le den por el culo o se va a defender?”. Uribe se decidió, y cuando su amo desnudo ya estaba listo para violarlo, le clavó el cuchillo en el vientre, hasta el fondo. “Ahí quedó, como un pollito”, dice hoy Uribe con tono sacerdotal. Por eso lo enviaron diez días a un calabozo de dos metros por tres que compartía con ratas tan grandes como conejos. Las oía gruñir, saltar, pasar por sobre sus piernas. No podía dormir. Le rapaban el almuerzo. En la celda mandaban ellas. “Hasta jugaban a la golosa y a que te cojo ratón”, afirma. Cuando cumplió esa primera pena en la cárcel La Modelo volvió a su oficio de ratero. Durante estos años ha llevado la misma rutina. Duerme en algunos de los hoteles en donde ya lo conocen: en la tercera con novena, la dieciocho con quince y cerca de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Se levanta a las once de la mañana, se pone un suéter ancho ‒comprado a los ladrones de ropa de la Avenida Jiménez‒, se peina para no despertar sospechas y sale hacia las doce del día a hacer lo único que sabe hacer. Su modalidad se llama “El extraño visitante”: sin el menor temor, Uribe saluda al celador con acento de bogotano. “Hola, mi chino, cómo estás, ala, dónde queda la gerencia”. Luego ingresa a las oficinas y, caminando con lentitud, da una ronda mientras repasa con los ojos las mesas, los escritorios y los estantes. Cuando halla algún objeto de su interés, espera con paciencia y calcula el momento justo para acercarse y ocultarlo bajo su suéter. Después, sin perder la calma, sale y se pierde. Ahora recuerda que lo que más ha robado son teléfonos. “Los Panasonic de altavoz lloraban cuando me veían”, dice. Uribe pasa de lo tétrico a lo jocoso en un parpadeo. Habla con ademanes suaves y, de repente, cambia de tono y suelta una frase que delata su origen santandereano. Sentado en una silla Rimax de la cárcel La Picota, con la barriga asomándose a través de la última abertura de la camisa, aspira un cigarrillo Mustang rojo, inclina la cabeza, suelta el humo como quien infla una bomba de chicle y dice: “Nada, este negocio no me ha dejado nada”. Siempre es lo mismo. Se roba algo grande, vende su botín en las compraventas de la Caracas y se gasta todo en droga, alcohol, mujeres y comida. “Al otro día amanezco eructando pavo y sin un peso en el bolsillo”. Mientras pone en su frente su dedo índice, del tamaño de un chorizo,  piensa cuál fue su primer botín. Fue una chequera que se robó en Bogotá, con la que compró un par de traperos, unos zapatos que le costaron 180 pesos y un rollo de tela. Cuando lo capturaron, el diario La Vanguardia publicó una nota que anunciaba la caída de un famoso estafador. “Qué tal, dizque un famoso estafador. Si yo era un güipa, un niño”, dice, y lanza una carcajada interrumpida por una tos seca y un gruñido fatigoso. Recita de memoria las trece cárceles en las que ha estado: la vieja y la nueva de Bucaramanga, La Blanca de Manizales, la de Cúcuta, la Ladera de Medellín, La Modelo, La Picota, La 40, de Pereira, y las de Guateque, Pácora, Zipaquirá y Ramiriquí. Las más terribles han sido La Modelo, hace veinticinco o treinta años, y La Ladera, en Medellín. Allí, dice Uribe, lo metieron treinta días por indocumentado. Los presos le gritaban a los que llegaban de la capital: “Qué es más grande, ¿Medellín o Bogotá?”. Si contestaban Bogotá, se ganaban varias puñaladas. Uribe ya lo sabía. Por eso cuando lo interrogaron, respondió: “Medellín es sesenta veces más grande”. Así se salvó, durante los ardientes años ochenta, de morir a manos de los sicarios. Sacudiendo su cuerpo, como queriendo desprenderse de los recuerdos, evoca los peores años de la Modelo. Eran épocas en las que las deudas se pagaban con la vida. Él mismo estuvo a punto de ser ejecutado cuando se le venció el plazo de pagar varios kilos de bazuco. Le hicieron un juicio, y si no es por un par de negros que lo estimaban y que le sirvieron de abogados defensores, ese día habría muerto. En La Modelo también tuvo que enfrentarse en un duelo con otro preso a cuchillo. El tipo le había anunciado al cacique del Patio que quería matar a “Piero”. Al otro día, el cacique le dio un puñal a cada uno, y el par de reclusos se alistaron para la pelea. Se enfrentaron sobre un techo, una suerte de plancha, el lugar donde siempre se hacían los duelos en La Modelo. Uribe acertó en la primera lanzada. De nuevo mató. Esta vez era la única forma de no morir. Recuerda que en La Modelo servían la peor comida de todas. La preparaban unas monjas que, a su juicio, “eran muy puercas”. Todos los días, antes de almorzar, Uribe se drogaba. Los presos comían con los ojos cerrados para no ver los gusanos. Él recuerda que una vez, mientras masticaba, sintió una cosa larga y viscosa. Con la mano, se la sacó de la boca. Era la cola de un ratón. En La Picota, donde hoy está recluido, no hay problemas. Aquí reina la calma. Pero hace treinta años, a este lugar le decían “El Castillo de Drácula”, porque quedaba en medio de la nada. Un día en el que Uribe salió por la noche de la cárcel, la oscuridad era tan grande que terminó tomado de la mano con un par de reclusos para no perderse. Juntos caminaron por los potreros en medio de la penumbra. Por fin, después de cuarenta minutos, vieron un bombillo. En esos años, quien ingresaba a la Picota tenía que esperar hasta un mes y medio en el patio de recepciones antes de que le asignaran una celda. Los muertos eran amontonados bajo una mata de maíz que aún existe en el mismo lugar. “La cárcel es pegagosa”, afirma este preso veterano que, entre condena y condena, ha pagado unos 24 años de prisión. Va y vuelve, como siguiendo el ritmo de una letanía. Entre la libertad y el encierro tuvo un hogar con una mujer con la que compartió 23 años y tuvo cinco hijos. Uribe no pronuncia su nombre. La mató a comienzos de los años ochenta porque se fue con otro hombre. No pagó por ese crimen. “Lo que más me duele es que se haya ido con la ropita”, dice. Y agrega “que se vaya con Pedro Picapiedra, pero déjeme la ropita”. Pocos días después de haberla matado, entró a una oficina del Banco Grancolombiano, se robó 24 millones y tomó un taxi a Bucaramanga, donde vivía su hija mayor. Al llegar, sacó el sobre, le dio 23 millones y le dijo: “Esto es para que se compren una casa, hace como quince días maté a su mamá”. Ese mismo día, con el millón de pesos entre el bolsillo, se devolvió a Bogotá. Hoy Uribe está más solo que nunca. No tiene un peso y su salud empeora. La vida en la cárcel y en la calle le ha dejado el cuerpo marcado con cicatrices. Es el único de la cárcel que puede sacar el colchón al patio para recostarse, porque la diabetes lo doblega y lo obliga a dormir mucho tiempo. Cuando la Navidad lo coge en la cárcel, se toma un somnífero y se muere por doce horas. A sus hijos casi no los ve, dice que no les da ni les quita. Tampoco se ve con sus hermanos. Su papá, que ocupó cargos importantes como el de gerente de la Empresa Licorera de Santander y gerente del Instituto de Mercadeo Agropecuario (Idema), murió hace trece años. La última que lo visitó fue su mamá, que falleció hace siete. El día en que murió, Uribe estaba recluido en la cárcel de Ramiriquí. Cuando se lo contaron le dio un cabezazo a un escritorio con toda su fuerza. Uribe aprieta los ojos, y se resiste a llorar apretando los puños y bajando la cabeza. Luego, como si nada, cambia de nuevo, otra vez sonríe, levanta la cara y, hablando como una anciana, comienza a imitar a su mamá cuando no quiso recibirle un regalo: “Mijo, yo le recibo cuando sepa que usted está trabajando”, le dijo su mamá. Uribe le contestó: “Ahí sí se jodió, mamá”. Hay una cosa de la que Uribe parece enorgullecerse: de no haber robado a las malas. Se califica a sí mismo como RR: Ratero Reconocido. Un ladrón elegante, capaz de robar a quien sea. Un día se llevó el computador portátil de Luis Carlos Villegas, presidente de la Andi, pero lo atraparon cuando ya estaba a punto de “coronar”. Sólo una vez se quedó con algo robado: un reloj Citizen que al final le regaló a un policía. Uno de sus mayores errores como profesional lo cometió hace cerca de veinte años. Se había robado una registradora Casio, pero olvidó quitarle el rollo de papel. Cuando llegó a la puerta del edificio donde había entrado, lo delató una serpiente de papel regada por todo el suelo. “Ya me mamé de robar. Me sabe a mierda. A física mierda”, dice Uribe. Aún debe pagar 23 meses de prisión. En todos estos años de cárcel no ha querido aprender nada: ni zapatería, ni ebanistería, ni panadería. Y cuando le preguntan por qué no trabaja en algo, responde enfáticamente: “No trabajaba en la calle, qué voy a trabajar en la cárcel”. Aunque es bachiller, asiste a clases de kínder. Lo hace sólo porque si va a clases le rebajan el tiempo de prisión. En tono de burla, afirma: “Estoy aprendiendo que la O es redonda”. Uribe dice que hasta hace poco tiempo se dio cuenta de que perdió la vida en la cárcel. "Se me fue en cana, cana y cana".  Al rato, jadeando, se levanta con dificultad de la silla, camina un par de pasos y estira los brazos para que le pongan las esposas. Un par de guardias lo amarran de los tobillos con otro preso, y juntos empiezan a andar. No se puede caminar más lento. Óscar Uribe Vargas se demora una eternidad llegando a la entrada. Se dirige al tercer pabellón, al segundo pasillo, a la celda número dos. De nuevo a la cárcel.
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