El día más triste en la vida del estafador más buscado del mundo

Sáb, 14/06/2014 - 06:05
KienyKe.com reproduce el primer capítulo del libro Alias, del periodista Andrés Pach
KienyKe.com reproduce el primer capítulo del libro Alias, del periodista Andrés Pachón, que en primera persona cuenta la historia de Juan Carlos Guzmán Betancur, un estafador colombiano que se hizo célebre entre policías e investigadores por robar a los huéspedes de hoteles de lujo. Su prontuario es tan amplio, que es el estafador colombiano más buscado en el mundo. Cambia de identidad con capacidad camaleónica y ese es apenas la primera ventaja de su talento criminal. El día más triste de mi vida. Juan Carlos Guzmán Betancur recuerda: “Era el hotel Four Seasons de Nueva York, en una de las suites del piso 40, o algo así. Acababa de abrir la puerta, cuando me invadió esa extraña sensación de abatimiento. Digamos que antes la había sentido, pero no como esa vez. Debió ser por aquello del año viejo. Era la noche del 31 de diciembre del 2003 y yo tenía 27 años de edad. ”Hacía solo tres días había llegado de Curazao, tras un viaje de crucero, y estando allí decidí irme para Nueva York y rentar esa suite en el Four Seasons. Era grande, con sala y comedor, una habitación rematada con una cama king y un baño precioso en mármol blanco, pero sobre todo era minimalista de una forma exquisita. La elegancia está en lo mínimo, no en contar con un montón de cosas, y era eso lo que caracterizaba a esa suite. ”Ese 31 de diciembre salí temprano del Four Seasons y caminé hacia la Quinta Avenida en busca de los almacenes de lujo de Manhattan. Me dirigí a la tienda de Yves Saint Laurent, la que queda entre la Quinta Avenida y Madison, en el Midtown East, y compré únicamente ropa de color azul oscuro para ponérmela ese día. No sé por qué lo hice. Luego bajé una cuadra y media, hasta el local de Cartier, y entré allí para curiosear. Al final terminé comprando un reloj Pasha y un anillo de oro que solo me cupo en el dedo meñique de la mano izquierda. Era precioso. Tenía una pantera agazapada a la que se le apreciaba bien la cabeza. Los ojos eran unas esmeraldas, y la nariz, un ónix. Todo el animal estaba cubierto con diamantes, no se le veía el oro por ninguna parte. Como otros tantos caprichos que me había permitido, decidí regalármelo. Pagué por él 30 mil o 40 mil dólares, algo así. Luego caminé un rato más, aprovechando que no nevaba, y regresé al hotel en la noche para cenar. ”Después volví a la suite y fue entonces cuando tuve esa enfermiza sensación de abatimiento. No soy un comprador compulsivo, sino más bien depresivo. Haberme ido de compras todo el día solo reflejaba mi verdadera condición. Durante años quise olvidar mi pasado comprándome cosas. Había logrado apaciguar duros recuerdos llenándome de objetos, pero solo hasta esa noche me di cuenta de lo solo que me encontraba. No tenía a nadie con quién compartir nada. Me sentía ínfimo, desolado. Las amistades no lograban llenar ese vacío, y con mi familia había decidido romper desde hacía muchos años. ”Nikolay (nombre cambiado para proteger la intimidad de la persona), un amigo ruso que se encontraba en Nueva York visitando a su padre, me había llamado hacia las diez de la noche para que nos encontráramos en el Marriot Marquis de Time Square. Su padre había rentado una habitación allí, con vista a la plaza, y Nikolay esperaba que celebráramos juntos la llegada del año nuevo. Quería que viéramos la tradicional bola de cristal descender desde lo alto del edificio One Times Square un minuto antes de la medianoche. Le dije que no, que no me sentía bien. A decir verdad, me sentía pésimo. ”Pedí que me llevaran a la suite una botella de champán Cris- tal. Recuerdo bien que pagué dos mil dólares por ella. Apagué las luces y me metí en la cama mientras bebía. Encendí la televisión, pero me quedé boca arriba, mirando al cielorraso. Me puse a llorar. No podía dejar de llorar. Fue así durante toda la noche. En la calle, el jolgorio por el año nuevo se vivía tanto como en las suites vecinas. Unos chicos habían rentado tres o cuatro habitaciones y disfrutaban de un party de lo más tremendo. Aquello era drugs, sex and rock and roll. Más temprano uno de ellos me había invitado a que me pasara por allí, pero no andaba para fiestas. Sencillamente no andaba para nada. ”Recostado en la cama me puse a recordar. Para entonces llevaba diez años fuera de mi hogar. Había decidido irme y armar mi propia vida conforme a mis reglas, pero en el camino abandoné la idea de hacerme médico y terminé convirtiéndome en ladrón. A eso me dedicaba. Robaba en algunos de los hoteles más lujosos del mundo. No a todas las personas. No a tíos pobres. Solo a gente con plata por pastón. La policía me acusaba de haberme hecho con al menos un millón y medio de dólares a lo largo de esos diez años, pero yo sabía que era mucho más. ”Algunas personas me habían señalado de sicario y prostituto, e incluso pasé un par de años guardado en prisión. De a poco mi nombre fue publicado por los medios. Lo escribían de maneras distintas cada vez para referirse a mí como un truhán. Cuando no, mencionaban alguno de mis alias. Por esa época sumaban una decena. Soporté vejámenes, humillaciones, golpes, acusaciones. Sin embargo, nada de eso me había afectado tanto como la atmósfera de aquella vez en Nueva York. No sé aún por qué, pero ese ha sido el día más triste de mi vida. ”Al día siguiente almorcé en un restaurante belga con Nikolay y su padre, un respetado neurocirujano de la ciudad. El señor me vio tan mal, que me preguntó: ‘¿Pero qué te pasa?’. Le comenté lo que me había ocurrido la noche anterior y entonces me dijo que lo que debía hacer era encontrar a alguien en mi vida con quién compartir. Nada más que eso. Él y Nikolay me propusieron que fuéramos juntos a Moscú. Me dijeron que no tenía caso seguir en Nueva York ni un minuto más. Me convencieron y al final terminé yéndome con ellos. Dejé la ciudad al cabo de un par de días. Era algo a lo que ya me había acostumbrado por cuestiones de trabajo. Me resultaba emocionante ir de aquí para allá todo el tiempo. Al fin y al cabo, nunca sabes qué vas a encontrar ni en quién te vas a convertir en el próximo destino”.

***

Por cuenta de la prensa, desde el 1 de junio de 1993, el colombiano Juan Carlos Guzmán Betancur había pasado de ser un muchacho humilde e impopular en Cali, la ciudad en la que vivía con su familia, a convertirse en un referente para los indocumentados en Estados Unidos y en una celebridad en su país. Su caso salió a la luz pública luego de que en la madrugada de ese día fuera descubierto al parecer inconsciente y con hipotermia en el suelo de una de las plataformas del aeropuerto de Miami, a donde llegó como polizón en el tren de aterrizaje de un avión de carga Douglas DC-8 de la aerolínea colombiana ARCA después de tres horas de vuelo. (Varias fuentes documentales y testimoniales, entre ellas el propio Juan Carlos Guzmán Betancur, aseguran que el viaje como polizón se hizo en un avión de Aerolíneas Colombianas (ARCA), pero sitúan a esa empresa en la ciudad de Barranquilla, lo que no se corresponde con la realidad. ARCA fue fundada en Bogotá por el capitán Hernando Gutiérrez, en 1956, mientras que la única aerolínea de carga en la zona atlántica de Colombia para la época en que sucedieron los hechos era Líneas Aéreas del Caribe (LAC), fundada en 1974 por el capitán Luis Carlos Donado Velilla. Según los archivos consultados, LAC se especializó en el transporte de flores hacia Miami, pero no tenía aviones tipo DC-8, como sí ARCA, que también volaba a esa ciudad). En un comienzo su situación fue comparada con la de otro polizón, Armando Socarrás, un joven cubano que el 3 de junio de 1969 viajó de La Habana a Madrid del mismo modo —y en el mismo tipo de avión— para huir del régimen castrista, y de quien Juan Carlos se habría enterado de alguna manera para imitar su hazaña. Sea como fuere, el hecho es que luego de ser llevado al Hospital Panamericano de Miami, dijo llamarse Guillermo Rosales, ser huérfano y tener 14 años de edad, lo que de inmediato le granjeó el aprecio de la comunidad colombiana residente en la Florida, que lo ensalzaba como un héroe. Por unos días las cosas estuvieron bien, pero cuando se conocieron sus mentiras las circunstancias empezaron a cambiar. Menos de un mes después de su llegada, las autoridades consulares colombianas que atendían su caso conocieron su verdadera identidad. De hecho, las averiguaciones del cuerpo diplomático, del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) y del Departamento de Inmigración de Estados Unidos permitieron saber que no era huérfano y que estaba por cumplir 17 años. Con la evidencia en la mano, pronto el andamiaje del muchacho empezó a caer. La versión de que llegó en el tren de aterrizaje del avión fue puesta en duda por quienes más se apersonaron de su caso. Inferían que Juan Carlos debió viajar en la bodega del aparato, con complicidad de alguien, y que como no tenía dinero para sobornar seguramente habría pagado el favor con servicios sexuales. Después de eso no faltaron los rumores. Empezaron a saltar como sapos las historias de que se dedicaba a la prostitución, de que había sido sicario en su país y de que en Miami, luego de abandonar el hospital y ser recibido por una familia de colombianos, habría empezado a robar objetos menores. Otros tantos cotilleos apuntaban a que Juan Carlos habría huido de Cali tras presenciar un crimen en un autobús y que habría recibido de alguien 150 mil pesos para que abandonara la ciudad. Para nadie había duda de que la historia del chico polizón le cambiaría la vida para siempre, pero a la larga las cosas no resultaron como se esperaba. Al cabo de un mes de estar en Miami fue devuelto a Colombia, y menos de dos semanas después fue detenido en el aeropuerto Eldorado, de Bogotá, cuando intentaba subirse a otro avión. Aquello no fue óbice para que en diciembre de ese mismo año (1993) se las arreglara para volver a Estados Unidos, pero entonces fue deportado una vez más. Por un tiempo desapareció. Se volvió a saber de él varios años después, cuando en el 2005 los titulares de prensa de Reino Unido dieron cuenta de que había huido de una prisión cercana a Londres, luego de convertirse en un fino ladrón que actuaba por su cuenta, que hablaba cinco idiomas, no usaba la violencia y que contaba con al menos diez identidades diferentes. Su nombre fue incluido en los registros de Interpol luego de que el gobierno francés empezara a buscarlo, y varios años después, cuando estaba preso en Estados Unidos, lo solicitara en extradición por una serie de robos perpetrados en París. Se trataba de dinero en efectivo, alhajas, relojes de marca y ropa de diseñador que, junto con otros robos de los que se le responsabilizó en varios países durante una década, alcanzaban un millón y medio de dólares. Juan Carlos Guzmán Betancur anduvo la calle desde muy joven. Abandonó su hogar luego de que la relación entre su madre y el padrastro que tenía por aquel entonces se echara a perder. Fueron tiempos en los que todos los espacios de la casa sirvieron como cuadrilátero de boxeo para resolver las diferencias. Salvo su experiencia de vida y los estudios secundarios que validó mientras purgó condena, su formación fue más bien pobre. Hoy en día es un hombre vanidoso. Asegura tener la ciudadanía española, dice tener más dinero que un profesional con doctorado y más estilo y glamour que muchos nuevos ricos. Usa gafas de sol Cartier y un maletín cruzado Louis Vuitton en el que carga su portátil. Durante años rehusó hablar con la prensa. Rechazó correos, llamadas telefónicas y visitas en prisión de todo aquel que estuviera relacionado con los medios, y aunque no llegó a admitirlo, en el fondo temía que cualquier declaración acabara por hundirlo aún más ante la ley. Eran épocas en las que los procesos de extradición por cuenta de un par de países parecían esperarlo a la vuelta de la esquina. Se le atribuían robos que, aunque no fueran de su autoría, parecían maquinados por nadie más que por él. Hacia finales de febrero de 2012, Juan Carlos Guzmán Betancur estaba prácticamente limpio. Acababa de abandonar una prisión en Estados Unidos, luego de pagar una sentencia de treinta meses y algo más por robo e inmigración ilegal. Entonces decidió viajar a Colombia para encargarse de algunos asuntos personales. Hacía pocos días había terminado un tratamiento de fármacos contra la depresión que le produjo aquel encierro. Una depresión que, pese a todo, no recordaba más que ese 31 de diciembre en Nueva York. Mucho antes de que narrara ese episodio, su vida fue siempre relatada por terceros. Una serie de versiones que daban cuenta de un avezado estafador de quien todo el mundo se atrevía a hablar pero que a la larga nadie conocía. Para Juan Carlos Guzmán Betancur estaba claro que ahora, de regreso a la libertad, había llegado el momento de que él mismo contara su versión.
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