Parece un negativo mal revelado y luego raspado a propósito. Un puñado de cuerpos que se confunden entre sí. Que luchan para salir del papel por medio de trazos arbitrarios y sin precisión. Estos trazos se muestran, luego, precisos y significativos. Cuatro adultos y uno o dos niños. Difuminados entre sí y confusos. Una doble cara, un doble rostro multiplicado como un Bacon. Un negativo rayado a propósito y de una perfección innegable. Una diapositiva, mejor, que se dejó raspar por descuido y produjo una obra de arte indiscutida. Pero no es una fotografía, es crayola sobre papel, sólo eso. (Grupo, 1960).
Leopoldo Richter llegó a Brasil, luego a Colombia y se radicó en Bogotá a mediados de los años 30. Después de luchar en la Primera Guerra Mundial y haber perdido algunas falanges de su mano izquierda. Después de haber sido profesor de una universidad alemana y antes de que su país tomara la senda totalitaria que los arrojaría a una nueva guerra mundial. Llegó como entomólogo, dibujando insectos y animales. Viajó y se enamoró de la selva, de sus habitantes. Trabajó en el Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Colombia y en silencio, sin que nadie lo notara, realizaba su arte con esmero y precisión. Experimentación que distaba de sus dibujos como entomólogo (nada deleznables y de un valor incalculable). La eliminación de la perspectiva primero, la experimentación con los materiales después. No fue sino hasta mediados de los 50 que su arte tomó reconocimiento en una Bogotá que se formaba en lo artístico. Fueron los años en que Marta Traba y Walter Engel llegaron al país, críticos que sustentaron una generación de artistas que estaba por nacer. Luego de una o dos exposiciones privadas su nombre comenzó a resonar en el ambiente artístico e intelectual del país. Exposiciones que fueron auspiciadas por amigos que no podían creer el secretismo de su obra. Luego ésta toma una profundidad innegable. La acuarela primero, el dibujo y el óleo después. Luego los grabados en crayola. Grabados únicos, parecidos a negativos rayados. Trazos perfectos en medio del negro graso de la crayola, trazos blancos de papel en medio de un fondo de crayola degradado. Experimentación a principios de los 60 con losas de cerámica y esmalte. Luego el perfeccionamiento de esta técnica y la fusión con sus grabados anteriores. Murales enteros, Cosmos indígena (década del 70) con cuarenta y ocho baldosas unidas, el más ambicioso y certero de todos ellos.
No fue el único europeo atraído y atrapado por la selva colombiana. A finales del siglo XIX Gauguin llegó a trabajar en la construcción del Canal de Panamá. Huyó luego en medio de la malaria y del fracaso. El tiempo en la selva marcó, sin embargo, su obra posterior. Los colores intensos que producía el sol tropical, las deformaciones y los negros como una constante que lo abrumarían. Guillermo Wiedemann, asimismo, llegó casi al tiempo que Richter. También obsesionado con la selva virgen que dejó huella en su pintura de antes de los 60. Negros, aborígenes en proceso de abstracción (Retrato en fondo rojo, 1950). Luego éstos van desapareciendo lentamente hasta que las abstracciones se toman su obra (Arcaica, 1965). De trazas de rostros aborígenes a cuadrados difusos.
Ninguno de los dos logró, sin embargo, un trabajo tan desligado de la cultura occidental como consiguió Richter. Tanto Gauguin como Wiedemann son exploradores europeos perdidos en la selva que, sin abandonar su visión europea, pintan el mundo aborigen. Richter no, Richter se funde con los aborígenes desligando su arte de la cultura occidental. No son pocas las características que de ésta guarda aún, pero su separación es casi científica. Como el antropólogo que se desprende de su eurocentrismo y comprende desde dentro las culturas que estudia, Richter se desprende de los perjuicios artísticos y hace un homenaje la los indígenas. Representar su cosmovisión, representar sus costumbres desde dentro. La primera decisión, eliminar la perspectiva. Su trabajo no es real ni fotográfico. Es figurativo y en ese sentido, más colombiano y autóctono que el de Wiedemann, ni hablar de Gauguin.
Una obra extensa que produjo hasta su muerte en 1984. Sin duda, sus mejores obras provienen de la experimentación con la cerámica. Sobre todo en la fusión que hace con la técnica aprendida con la crayola. Un fondo negro que se va desgarrando para dar forma a figuras que intentan salir del plano. Figuras fotográficas con tiempos largos de exposición. Negativos rayados pero sin perspectiva. Imposible lograr eso con una cámara. Las cámaras fotográficas producen imágenes a partir de un punto de fuga, el obturador. Logra Richter, sin embargo, representar la cultura indígena partir de sus grabados planos, mejor que cualquier fotografía. Logra desligarse de occidente para representar de forma fidedigna la Colombia indígena. Arte colombiano en esencia.
La importancia de Richter reside, en consecuencia, en su capacidad para apropiarse del mundo indígena y crear una obra acorde con él. La separación casi científica que hace de sus raíces europeas y las comunidades que observa. La experimentación y el dominio de una técnica cerámica única. Para Marta Traba, el arte latinoamericano debía distanciarse del arte europeo y encontrar su propio camino. A pesar de las comparaciones tempranas que ella hacía entre Wiedemann y Richter (los agrupa), es difícil encontrar, en el caso colombiano, mejor ejemplo de esto que en Richter. Es bueno preguntarse, entonces, el porqué del olvido de este último. Su inexistencia, por ejemplo en Wikipedia, o la pobre información que da la página del Banco de la República sobre él. Cabe preguntarse, asimismo, por qué La Casa de la Moneda tiene una sala completa de Guillermo Wiedemann (sin demeritar su obra) y sólo una acuarela de Richter. Hay que aplaudir, en consecuencia, a la galería Deimos Arte, que presenta en la actualidad una exposición de obras (vendidas todas) de grabados y pinturas que Richter produjo en los 50 y 60.


