El tráfico caótico, a veces imposible, es uno de los karmas que, por alguna razón, los bogotanos han tenido que pagar –y seguirán pagando–. En las horas lentas de tedio que uno puede pasar entre un taxi, esperando, se pueden encontrar con todo tipo de historias.
En la capital hay más de 480.000 taxis.
480.000 historias.
Juan Palacio* es una de esas historias. Le ha ido bien estos días porque “llegó diciembre con su alegría, mes de parranda y animación”. Donde más clientes ha encontrado es en el Madrugón, ese centro comercial del Centro que, por estos días, rebosa de gente entre las 2 y las 8 de la mañana.
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Ha llevado gente desde y hasta el Madrugón toda la semana. Esos viajes le han permitido recordar su vida de comerciante, que comenzó por casualidad. Entonces vivía en Medellín. Un día estaba con un amigo, tomándose “unos guaros” porque para él la vida es más fácil si hay aguardiente. No significa, sin embargo, que sea un borracho dedicado: toma de vez en cuando y ya.
Mientras departía con sus colegas, llegó un hombre que se veía cansado. “¿Caballeros –les dijo– me compran un balón? Miren que no he comido nada desde esta mañana”. La situación del pobre tipo conmovió a Juan y a sus amigos, que no le compraron el balón, pero le ofrecieron una gaseosa. Además escucharon su historia.
Había llegado a Medellín desde Monguí, en Boyacá. Traía para vender más de 300 balones pero no le había ido bien. A la mano, mientras hablaba con Juan, tenía apenas 5 porque los demás los tenía guardados en el terminal. “Pues hermano –le dijo Juan–, yo tengo un garaje desocupado en mi casa. Si quiere los puede dejar ahí”. El hombre no lo podía creer.
Además del resguardo de la mercancía, Juan también le ofreció hospedaje por un par de días. No pudo darle mucho, un colchón, dos cobijas y un tinto por la mañana, pero para el vendedor de balones, venido de tan lejos, sin mucha plata en el bolsillo, algo así ya era una ganancia.
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Ante el fracaso de la venta de balones, el hombre regresó a su pueblo. Le dejó la mercancía a Juan, luego de prometer que volvería por ella pronto. En todo caso, le dejó una lista de precios por si lograba vender algo.
Por un par de días, los balones permanecieron en el garaje de Juan. Y un día, luego de lo que él consideró una epifanía, se puso en la tarea de venderlos. El primer día salió con 10. Antes de mediodía los había vendido todos. El segundo día fueron 20. El tercero 30. En 15 días había agotado las existencias: 300 en total . Entonces llamó al hombre y le pagó lo que le correspondía.
Así se metió en el negocio. A los pocos días de su primera aventura, Juan viajó a Monguí a hablar con el hombre que había conocido en Medellín. Acordaron que trabajarían juntos. La calidad del producto le permitió a Juan tener muchos clientes, incluso tiendas de cadena que no diferenciaban las copias que hacía de “los originales”. “Es que en Colombia –dice–, a veces lo ‘chimbo’ sale mejor que lo original”.
Pero tanta dicha no podía ser cierta. El negocio duró cinco años. Cuando fue descubierto por una importante productora internacional de balones, y ante la posibilidad de líos con la Ley, terminó en buenos términos su relación con el entretenimiento deportivo.
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Luego se metió con el comercio de cueros. Un conocido suyo, experto en el asunto, lo llevó al barrio San Benito, en Bogotá. Allá encontró correas y billeteras de muy buena calidad, baratas, y de inmediato se le “prendió el foco”. Compró algunas correas, no más de 20 esa vez, y las vendió en sus conocidos. El tipo de producto, su manufactura, el parecido con “los originales”, permitió a Juan levantar un pequeño negocio. Iba por todo el país en un Sprint, vendiendo correas, billeteras y chaquetas, que compraba en el San Benito a “precio de huevo”. Nadie, ni siquiera los más conocedores, dudaba de la clase de producto. “Es que eso –dice– era tanto o mejor que el de marca”.
Sabe que su negocio, piratería como le dicen ahora, no era del todo correcto. Pero esto es Colombia, explica, y aquí “uno se vale de cualquier cosa para vivir”. Cuando se cansó de las correrías, vendió el Sprint y dejó de volver al San Benito. Se había cansado y ahora quería algo tranquilo, rentable igual. Y no se le ocurrió otra cosa que, con lo que le habían dejado sus “aventuras comerciales”, comprar un taxi. Duda, sin embargo, de seguir en ello mucho tiempo porque ya se está empezando a “mamar” de eso: el tráfico, la gente, la inseguridad. No sabe, a sus casi 60 años, qué le deparará la vida. A lo mejor termina vendiendo bocadillos veleños. Y no le preocupa eso: dice que tiene visión para los negocios y donde “pone el ojo” siempre hay plata.
Historias de taxi: el señor de las marcas 'chimbas'
Jue, 07/12/2017 - 12:16
El tráfico caótico, a veces imposible, es uno de los karmas que, por alguna razón, los bogotanos han tenido que pagar –y seguirán pagando–. En las horas lentas de tedio que uno puede pasar ent