Fotos: Joaquín Sarmiento.
La fiesta arde adentro y afuera. Adentro, en el redondel, el olor a sangre seca de la jornada anterior, donde se amacizó el fandango, se hace más penetrante con el sol caliente de las dos de la tarde. Los manteros, garrocheros, paragüeros, capoteros y amarradores de a pie luchan por ganar la atención del toro, en una disputa de circo por la gloria. Afuera, quienes no tuvieron dinero para la boleta dan vueltas y vueltas en medio de la abigarrada chuchería del frito y la "arepa e huevo". El sólo olor a estiércol de vacas parece alimentar su afición por la corraleja. Eso los justifica. Y arriba, en el tenderete de los palcos, un palitroque improvisado con tablas, en ese abrazo social, la banda de músicos vienteros rastrilla porros interminables que son capaces de levantar un muerto. El ganadero lanza billetes, dulces y reparte tragos. Busca su propia gloria.
Es la corraleja sabanera, produce tantos muertos como el mismo mototaxismo, que en 2010 generó 66% de las muertes en accidentes de tránsito en las carreteras de Sucre. Hubo 88 en total. En cada uno de los 26 municipios sucreños, un pueblo que a duras penas se levanta de la tragedia de los paramilitares y del reciente invierno, en muchos corregimientos y veredas la corraleja es la celebración que más convoca a la gente. Pero también es la que más tragedias lleva a los hogares.
Quienes sobreviven a una cornada, viven de la caridad y exhiben sus cicatrices para que los espectadores les den dinero.
En Sincelejo, donde se publicita la corraleja del 20 de enero “como la más grande el mundo”, amén de los centenares de heridos, el año pasado murieron trece caballos y cincuenta fueron corneados. Esa también es otra tragedia. Tal como la que vive Benilda Guerrero, una mujer menuda y despierta, quien a los 58 años, con cinco nietos y tres relaciones amorosas truncadas, ahora lucha contra su destino de banderillera de a pie. Ella y Carmen Mendoza, de Sahagún, a quien el compositor Armando Conteras le hizo el porro El Arrancateta –porque un toro se llevó sus senos en la punta de los cuernos–, llevan en sus cuerpos más de 700 puntos de sutura en más de 35 años de corralejas. Por el momento, mientras pasan las fiestas, ha cerrado las puertas a cualquier pretensión amorosa, máxime cuando sus corredurías las hace con su hijo mayor, quien, como ella, se le sienta a un toro de 50 kilos sin más armas que un par de banderillas verdes.
Carmen, ya retirada, vive de la fama que le dio el porro. Y las corralejas. Pero Benilda lucha con esta pasión que le arde tanto en el cuerpo como las propias cornadas que ha recibido –cuatro de ellas mortales–, en 34 años de andanzas, en las que descubrió que las cornadas arden y dan sed, con el agravante de que quien es corneado por un toro no puede tomar agua, so pena de pasmarse. Ella no sólo lucha con el prejuicio de ser mujer, de ser abuela y de llevar el fantasma de su marido, muerto por un toro en una corraleja, en el año 2006. Tiene cuatro hijos que le siguen el camino como le han seguido dos ex maridos, todos conocidos al fragor de una tarde exigua de toros y el sabor de los porros, porque corraleja sin porros es como una parranda sin acordeón. Y no se retira aún, porque se sabe de memoria las perrerías de las corralejas, ese mundo machista del sálvese quien pueda, de la disputa del toro y del trapo, del manojo de billetes cuando se sube a exhibir sus heridas como trofeos en los palcos de los ricos y del aplauso –como el goleador que marca un gol– y del trago con el que se santigua antes de enfrentar un toro de 400 kilos.
Las corralejas producen tantas muertes como el mototaxismo, la mayor causa de muerte por accidente en Sucre.
Ella sabe que su suerte no tiene reversa, que cuando arranca no debe frenarse, porque su destino va marcado en su mano. Su trabajo es como cuando uno se enamora, no tiene razones científicas. Son instantes en que se decide entre la vida y la muerte. Es un instante en que no siente nada. Si sintiera temor lo diría. No mide en si es vaca o toro, si cierra o no los ojos. Sólo sabe que es la vida de uno o del otro. Pero más que todo es la vida de ella, porque la del toro la cuida el amarrador de a pie, que es su propio enemigo. De todas formas, sabe que no podría metérsele a esa fiera, o sentársele a las patas, sin santiguarse con un trago de ron. Es un instante en el que puede cerrar los ojos para siempre o levantarse días después en la UCI de un hospital. Lo único que hace, antes de sentársele a una de esas fieras, es medir su experiencia. Si es un toro rejugado no comerá de engaño. Y si su hijo está a la vista y puede avisarle, lo hace. Pero a veces al toro rejugado en varias plazas, que sabe cómo es la gente, que no le tira a la manta sino al bulto de carne y hueso, el ganadero lo pinta, le recorta los cuernos y engaña al jugador, como en el caso del Kaliman del Sinú, su compañero, que fue levantado por un toro de 450 kilos el 30 de diciembre de 2008 en la corraleja de Sampués, Sucre. Al toro le decían “el Pambelé”, y pese a que llevaba trece muertos en su haber, nadie pudo adivinar su mirada, porque le habían recortado las orejas y lo habían maquillado.
Como a Carmen Mendoza, “la sin tetas”, a ella nadie la enseñó a metérsele a los toros. Sólo vio a un primo hacerlo y le gustó desde la primera tarde. Pensó en que lo podía hacer y lo hizo. Y lo hizo bien. Había nacido en Majagual, Sucre, y tenía 24 años, era soltera. Trabajaba con Mineros de Antioquia como aseadora y pidió permiso para ir a la corraleja. Hizo la maroma y le gustó. Salió bien, Ilesa. No marcó más tarjetas en Mineros de Antioquia, contaminantes impunes del Sinú y el San Jorge, porque de allí se le pegó la fiebre, que hoy, 34 años después, con más de 700 puntos de sutura en su delgado cuerpo, aún no suda. En su segunda corrida, ya metida en esas cuadrillas de andariegos que van de pueblo en pueblo, en especial en las jornadas de verano, la cogió el primer toro, por allá por San Jacinto del Cauca. Fueron sus primeros trece puntos en el vientre. Después bajó por el Sinú, hasta contagiarse con las corralejas de Córdoba, entre ardores, sudores y mucha sed, en los que fue experimentado tardes de gloria fugaz, pero a la vez la tragedia de la muerte, que la acecha en cada sentada. Una de esas tardes conoció a quien fue su marido por 16 años, un saltador de toros fornido, que brincaba con la agilidad de quien lleva resortes en los talones, pero en 2006 la borrachera que llevaba en su sangre y los bríos de un toro rejugado, lo mató a golpes. El saldo fue el luto serio y sus cuatro hijos que hoy le siguen en la suerte, esa de sentarse ante 500 kilos asesinos, muchas veces “envenenados”.
A quienes le aconsejan que se retire de esta actividad tan incierta, les dice que son muchos los motivos para no retirarse, pese a que no tiene carnet de salud de riesgos profesionales que le ayude a salir viva de una sala de urgencias. Una de sus razones es que su experiencia es una ayuda para sus hijos, quienes son novatos y aún no conocen del peligro de la corraleja. En estas fiestas de Sincelejo, el jueves 22 de enero, salvó a uno de sus hijos, Jader, de que lo cogiera un toro rejugado. El ganadero había ofrecido un millón de pesos a quien le pusiera las banderillas a su toro, color jabonero, a pesar de que sabía que habría sangre en la arena. Al ganadero, quien quiere ver sangre en la tierra y ganarse el trofeo, sólo le importa el espectáculo y sus réditos. Ya el muchacho mordía el anzuelo, cuando ella pudo avisarle que no lo hiciera y logró parar la tragedia. “Si ese toro lo coge, aun estuviera volando en los aires”, dice, mientras exhibe una cornada en el vientre, que la mantuvo 43 días inconsciente,en el hospital.
La fiesta y la muerte se conjugan en las corralejas.
Lo peor es que después de cada cogida –así le llaman a quien cornea el toro en una corraleja–, el golpeado tiene que vivir de la caridad popular. Así como se suben en los palcos a exhibir su tragedia para que los espectadores les den dinero, para salir del hospital tienen que acudir a campañas de solidaridad. En Sincelejo, que es la mamá de las corralejas, el negocio es tan redondo, que el manejo del negocio entra en el reparto de las cuotas burocráticas de los grupos que ganan la Alcaldía, pero nadie responde por las heridas que sufren estos hombres y mujeres mustios y desarrapados que se juegan la vida en cada tarde por un manojo de billetes esquivos.
La corraleja, que es cultura traída por los españoles, cambió en los últimos treinta años, después de la caída de los palcos del 20 de enero de 1980 en Sincelejo. Esos muertos jamás fueron contabilizados, máxime cuando hasta las lápidas en el cementerio central fueron borradas por el tiempo.
“Sólo Dios tuvo la culpa”, dijo el gobernador de Sucre, Hermes Darío Pérez, para darle punto final a la polémica.
Pero la tragedia sigue. No sólo en personas como Benilda Guerra, que ha venido a estas fiestas amparada por un contrato verbal de $200.000, sino en quienes cargan ese fardo pesado que divide la opinión pública entre quienes odian esta práctica y quienes la siguen con ceguera.
Salim Guerra Tulena, un ganadero emparentado con una de las castas políticas más tradicionales de Sucre, quien ha recibido un homenaje este año por el Fondo Mixto de la Cultura, dice que añora las corralejas de su época, cuando los toros eran jardeados a pie por las calles y llevados hasta la Plaza de Majagual por el propio ganadero, quien no cobraba un peso por mostrarlos al pueblo.
Cuarenta toros salen cada tarde de corralejas.
Hoy no, la corraleja es un suculento negocio que lleva a los palcos improvisados más espectadores que el fútbol. Aunque el año pasado la clientela mermó por efectos de la ola invernal, que en Sucre dejó cientos de damnificados, se estima que cada tarde entraron unos 17 mil espectadores, a un promedio de $30.000 por persona. Hasta quienes se meten en el redondel a jugarle bromas al toro pagan diez mil pesos. La corraleja maneja una especie de impuesto que pagan quienes se ubican en sus alrededores, como cantinas, llaneras, ventas ambulantes, artesanías, parqueaderos y prostíbulos.
La corraleja en Sincelejo es manejada desde hace tres años por una empresa de economía mixta denominada En Equipo por Sincelejo, de la que el municipio tiene 51% de las acciones, pero no ha logrado descifrar el acertijo que representa manejar una empresa que por muchos años se guió bajo el criterio parroquial de las recomendaciones familiares, políticas y de otras índoles, donde lo más importante ha sido el toro. El animal antes era ofrecido como un factor de poder y de gracia con el pueblo. Hoy han surgido nuevos ganaderos, que aparecieron de la noche a la mañana, sin tradición en la zona y quienes sacan suculentas ganancias del toro de lidia. Cada toro se gana un millón de pesos en cada tarde, en sólo cuatro minutos. Son cuarenta toros por tarde, y si se gana el trofeo su negocio se cotiza. De allí que así como tienen sus calanchines para que un imberbe muchacho sea motivado a ponerle banderillas, dice Zenaida Guerra, también tiene amarradores de a pie encargados de cuidarlo de la fatiga. Después de dos vueltas al redondel, le tiran lazos certeros y lo guardan a los corrales. Una vez protegidos de la turba, son curados con esmero para poder embarcarlos en la próxima corraleja. Si son temidos por la racha de muertos, son disfrazados con el corte de orejas y recorte de cuernos, para engañar al mantero.
Esa es la tragedia que hoy vive en estas fiestas de Sincelejo Benilda Guerrero, mientras hace guardia al ganadero que dará los astados en la tarde del 21 de enero. Sólo le dieron $200.000 para seis días de toros, de donde tiene que pagar hotel, pasajes, comida y transporte. Por eso decidió quedarse en Sampués, una población distante 12 kilómetros de Sincelejo, donde le da alojó su amigo Luis Gurmencindo Cuadrado, El Kaliman del Sinú, ya retirado.
Como Guerrero, son más de 200 las personas que viven de hacerles maroma a los toros, que le montan guardia al ganadero para que les pague. En esto también ha cambiado la corraleja. Antes los manteros eran los peones de las fincas que se llevaban la práctica de las pajas de las haciendas al redondel, y lo hacían por deporte. Hoy son una especie de hordas alicoradas que pueden boicotear una corrida cuando quieren.
Las personas más pudientes ofrecen dinero a quienes logren, por ejemplo, clavarle un par de banderillas a un toro.
Son las diez de la mañana del jueves 19 de enero en Sincelejo y sus colegas, aún con el estrago del trasnocho en sus caras corneadas, hacen guardia en la casa del ganadero para que les pague la promesa de la tarde. Sin ellos el espectáculo sería nulo, porque los espontáneos, que se meten para exhibir sus destrezas o hacer sufrir al amor imposible, no garantizan el espectáculo.
Según el periodista Jaime Vides, la corraleja también tiene una fuerte trama político. Después de Sincelejo y Cotorra, las corralejas más importantes se juegan en San Luis de Since, tierra de los ancestros de Gabriel García Márquez, donde la actividad taurina fue durante mucho tiempo manejada por los conservadores. Allí nació Fernando Navarro, un vendedor de abarcas que se radicó en San Pedro, un municipio vecino que en los años setenta, llegó a cultivar 35 hectáreas de algodón. Navarro hizo una fortuna y llegó a cultivar 500 hectáreas de algodón, pero era liberal. En 1974 logró que le dieran una tarde de toros en Since, pero cometió el error de adornar la corraleja con banderitas rojas en cada esquina con su nombre. Los conservadores entraron en sospecha y concentraron manteros, banderilleros y garrocheros en la finca de Jose Severiche, aliado de ellos, y allí los entretuvieron para que el espectáculo se cayera. Esa tarde Navarro, quien no tenía estirpe ganadera, dio los toros, pero nadie se los jugó. Fue una tarde insípida y sin espectáculo.
Sin embargo, Navarro había montado un plan B. Había mandado cambiar un millón de pesos por billetes de las menores denominaciones y en cada billete estampó su nombre: Fernando Navarro. Contrató un helicóptero y a las cinco de la tarde, cuando la banda de músicos interpretaba Soy Sinceano, soltó una lluvia de un millón de billetes de a pesos, sobre las corralejas. Fue la primera vez que en Sincé llovió dinero. Aún se conservan algunos de esos billetes. Navarro está pisando los 80 años y entre sus máximas satisfacciones no sólo figura ese récord, sino el haber dado estudios profesionales a todos sus hijos, entre ellos un sacerdote que lleva su mismo nombre, hoy fervoroso aficionado de las corralejas.