Un techo para navidad

Vie, 04/12/2020 - 16:40
Una familia venezolana con sus dos hijas está viviendo bajo una estación de buses que empezará a funcionar en quince días. Kienyke.com cuenta su historia.

Giselle tiene cuatro años, le gusta jugar a la mamá y al papá y luce con orgullo las extensiones rosadas que cuelgan de su cabello, puestas por su madre. Es la hija mayor de su familia y quisiera ir al colegio. Ella no entiende por qué los colegios están cerrados ni por qué tiene que usar un tapabocas. 

Además, hay una condición de su vida que no cabe en la cabeza de nadie con un corazón en el pecho: por qué debe pasar las frías noches bogotanas en una carpa instalada bajo una estación de buses de la concurrida calle 170 sentido oriente-occidente, junto con sus padres y su pequeña hermanita de 3 meses. 

Los carros no pueden verlos porque hay una enorme lona entre ellos y el pedazo de vía que hoy funciona. Sin embargo, la obra que se ha adelantado allí desde hace un año está a punto de concluir y en menos de 15 días tendrán que buscar otro lugar para estar. De no encontrarlo, se verían en la penosa obligación de hacer la caminata de regreso a Venezuela.

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Huyendo del hambre

Douglas es el padre de esta familia que llegó del estado venezolano de Yaracuy. Creció en un hogar de doce hijos y solo llegó hasta tercer grado. Sin embargo, se le mide a todo. Era DJ en su país y tiene conocimientos de electricidad y albañilería. De hecho, cuenta con orgullo que pintó los bordes de la estación de buses en la que ahora vive, “para que se vea más bonita”. 

Briyimar, su esposa, tiene 22 años y sí terminó la educación media. En Venezuela trabajó en peluquería por un tiempo: ella sabe desde aplicar tintura hasta hacer cirugía capilar. Con orgullo cuenta que ella misma instaló las extensiones del cabello de la pequeña Giselle. También trabajó como auxiliar de cocina en un restaurante cuya especialidad eran los postres. Dice que el pabellón, el plato nacional de Venezuela, le queda muy bien.

Cuando estaban en Venezuela se le medían a todo para que el dinero alcanzara en casa, rentar un sitio y alimentar a la pequeña Giselle. Luego, Briyimar quedó nuevamente en embarazo y cayó la pandemia. En su país no se sabe con exactitud cómo el virus está afectando la vida y la salud de los venezolanos; en primer lugar, porque se sospecha de un subregistro de casos de covid: el Gobierno apenas ha reportado 104 mil casos de contagio y 909 muertes. Además, el Gobierno es hostil con la prensa y las ONG.

Pero los estómagos saben mejor que las cifras a qué sabe una crisis. Los bolívares ya no tienen ningún valor y las jornadas de trabajo ya no daban para alimentar tres bocas y una por venir. Ni siquiera tenían dinero para pagar pasajes de bus hasta la frontera. Por ese motivo tomaron la decisión de alejarse de su familia y emprender una larga caminata desde su lugar de origen hasta Colombia.

Esta familia caminó durante quince días para buscar un mejor futuro. En el paso fronterizo dejaron todo lo que traían porque la Guardia Bolivariana se los quitó. Entonces, todo lo que hoy tienen lo han ido recogiendo desde que pisaron nuestro país.

La vida en una estación de buses

Cuando esta familia llegó a Bogotá, se instaló primero en un pagadiario de la localidad de Santa Fe. Como ninguno de los dos cuenta con el Permiso Especial de Permanencia (PEP), los trabajos que podían conseguir eran en negro. Douglas salía a trabajar como reciclador y vendedor de bolsas para pagar la cuota. Briyimar también salía a rebuscársela, porque los pobres no tienen licencias de maternidad. 

Sin embargo, sintieron que el ambiente en el que vivían era demasiado peligroso para una familia como la suya, sin vicios y con dos niñas pequeñas. Entonces, decidieron buscar un sector más seguro que los acogiera.

Así, caminaron hasta llegar a donde están ahora: una estación de buses fuera de uso frente al barrio Villa del Prado, en el norte de Bogotá. El área es poco circulada por estos días: en la calle 170 sentido oriente-occidente se han adelantado trabajos del Acueducto desde hace varios meses. Sin embargo, quienes están al otro lado de la lona sí pueden verlos y han ayudado como han podido: les ofrecen dinero por hacer pequeñas reparaciones, por cuidar vehículos y otras tareas. 

Al llegar, primero instalaron unas cuerdas y unas cobijas a manera de paredes para tener algo de privacidad. Después, Douglas encontró una carpa vieja entre la basura y decidió instalarla allí. Como no tenía varillas, usó cuerda para sujetarla a la lona. Eso fue lo que usaron para dormir hasta hace tres días, que un vecino les regaló una carpa naranja con varillas.

No tienen cómo cocinar allí, así que su fuente principal de alimento es un puesto de arepas a $2000 que queda a unos pasos, más otras cosas que dejan los vecinos de vez en cuando. Se asean cuando pueden pedir un baño prestado, que no es todos los días. No tienen teléfono celular; Douglas dice que prefiere ahorrar ese dinero hasta que puedan pagar un arriendo. Mantiene comunicación con su familia mediante el celular de un celador vecino o pagando minutos en un café internet. La luz de su casa es proporcionada, obviamente, por el aviso de la estación de bus.

La Alcaldía pasa seguido a revisar que el vidrio de la estación, el que sostiene la publicidad, esté en perfecto estado. Se acercan, toman una fotografía de prueba y se marchan sin más. A Douglas no le indigna porque los obreros y los vecinos sí se preocupan por su familia. Dicen sentirse agradecidos y acompañados.

La apatridia de Yuliana

Briyimar dio a luz a su hija pequeña en Bogotá hace tres meses, en la clínica Materno Infantil. El único documento en el que consta su existencia es el certificado de nacido vivo. A pesar de los esfuerzos de sus padres por conseguirlo, la pequeña Yuliana aún no tiene registro civil, el más elemental de los derechos humanos.

Los padres fueron hasta las notarías 1, 4 y 51 para poder registrarla. Sin embargo, en dos de esas notarías se negaron a expedir el documento porque sus padres no cuentan con el PEP. En la otra dijeron que la podían registrar solo con el apellido de la madre, cosa que prefirieron no hacer porque no tienen dinero que perder en trámites de corrección de nombres.

“Puedes cargarla si quieres; está pesada”, dice su orgulloso padre. Su piyama es blanca y está completamente limpia, al igual que su carita. Sus ojos brillantes y su cabello espeso no revelan la condición en la que vive. Con su corta edad ya no toma leche materna y recibe la comida que pueda digerir sin dientes. Ellos calculan que está bien de talla, pero su madre dice que le preocupa no poder asistir a controles médicos tanto como ella quisiera.

Yuliana no tiene una cuna, porque en la pequeña carpa no cabe, pero sí tiene un cochecito que los vecinos le regalaron para facilitar su movimiento.

La familia de Douglas y Briyimar

El sueño de una navidad bajo techo

Briyimar dice que conseguir comida en Colombia es relativamente fácil porque es barata y los pesos colombianos sí valen algo. Sin embargo, ella extraña poder cocinar las delicias que sabe preparar para sí misma y para su familia, cosa que no puede hacer porque no tiene cocina.

Por su parte, Douglas tiene una posible motivación para volver a Venezuela: su madre. Cuando ellos se fueron del país, dejaron atrás al padre de Douglas, quien tenía una grave enfermedad que no podía atender porque los medicamentos eran inaccesibles. Finalmente, él falleció y Douglas solo lo supo cuatro días después. “Tengo miedo de que pase lo mismo con mi mamá”, dice. Sus familiares lo invitan a volver, porque las condiciones en las que vive hoy mismo no son dignas y allá —al menos— tendría una red de apoyo incondicional con la que aquí no cuentan, pese a la buena voluntad de los vecinos.

Hay algo que los detiene: las niñas, que en Colombia están comiendo bien y posiblemente tendrían un futuro mejor si crecen y entran al colegio aquí. La decisión de quedarse depende de que puedan tramitar los PEP para poder conseguir trabajos dignos, que les permitan arrendar un apartamento en un sitio seguro. 

Douglas dice que los obreros de la obra vecina se llevaron sus datos y están tratando de conseguirle una carta que lo certifique como trabajador de ese lugar, para facilitar la labor de conseguir este permiso. Si lo consiguiera, podría unirse a las obras que inicien en la vigencia entrante; de todos modos, ellos confían en su buena fe y su trabajo. 

Briyimar no quiere que sus hijas se acostumbren a vivir en la calle. Su esperanza es que esa carta llegue pronto, antes de que la obra que los refugia se inaugure: justo en navidad. Después de ese día, tendrán que abandonar el lugar en el que se están quedando y buscar otro. Ese sería el empujón para emprender la caminata de regreso y comprobaría la hostilidad de Colombia, un país migrante, con tantos y tantas migrantes que necesitan más puertas abiertas que requisitos.

Creado Por
Erika Mesa Díaz
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