Cada día es más difícil saber quién está aquí. Quién piensa, quién escribe, quién relee esto antes de apagar las velas contra la alfombra y las cortinas. Lo que se enciende, lo que se come la madera y lanza humo aromático de su boca de piedra, es el conocido solitario alimentando el fuego de la espera. El otro, el que está sobre la mesa cortando la carne, el que reparte las porciones y recoge los huesos al final del banquete, ése, ése no sé quién es. No sé quién soy.
Cada día es más difícil nombrar el cuadro que sale del muro, que cobra vida bajo el techo de arañas. Sobreviene la picadura y, con ella, la herida indolora pero llena de colores vivos, como una masacre silenciosa en un tablero de ajedrez. Nace un enrojecimiento seco, una pústula de arco iris, una gangrena de miel y sésamo dorado. La pierna saldrá por la ventana y se irá volando, y una nueva de pan blanco será su reemplazo. Déjame solo. No quiero tu bastón, no quiero tu mano ni tu pierna, no sé quién eres y no sé quién soy.
No es fácil dibujar al que está aquí, conmigo, en esta casa de bestias llena de monedas y nudillos rotos. Se dibujan dos sombras, dos siluetas recostadas royendo los últimos trozos de música que dejó antes de esconderse tras la pantalla rota. Ahora, por fin, vendrá de vuelta y, tal vez, solo entonces, sabré quién soy y quién ha estado aquí cavando mis entrañas con sus dedos de sarihuella, sus patas inquietas de araña burlona.
Con las horas y el sudor sobre el reloj y la pared, me pregunto cómo será nuestro reencuentro. Cada día que pasa son otros dos que se suspenden y dejan de moverse, como mecidos en una hamaca de tejidos vivos, tejidos sin heridas. Los minutos quietos se ríen, los segundos escupen sobre las cortinas quemadas y las telarañas dormidas.
En el fondo de esta patología voluntaria de arañas y piernas voladoras, espero. Desentiérrame y recógeme. Despiértame de una patada en el hígado. Prepárame a tu antojo y déjame llenar tu boca. La tierra cubrirá los despojos y crecerá nuevas selvas con hamacas gigantes. A esto que tantos anhelan día y noche, yo no le tengo nombre. Tal vez sosiego confundido, o descanso disoluto, o placidez tóxica, o arañas y piernas voladoras. No importa: siempre y cuando se evapore pronto, me da igual. La espera tiene que acabar.
La madrugada en la que por fin explote la selva, los cráneos se besarán y los peones podrán coronar al otro lado de esta ciudad de muertos. La herida sanará y se abrirán otras cien, y tú estarás en cada una de ellas. Caerán pesadas ramas sobre nuestras cabezas, lloverán troncos de cientos de miles de años, y, con la noche desangrada y el veneno en la herida, descubriré que sí sé quién eres y sí sé quién soy. Solo que, por un momento, he querido olvidarlo.
La espera tiene que acabar.
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Imágenes por Dima Rebus