La calle Barranquilla de la ciudad de Medellin, refrendada con el número 67, se encuentra ubicada en el sector norte de dicha ciudad, lleva su nombre en homenaje a la ciudad portuaria, la también denominada puerta de oro, Curramba la bella o simplemente La Arenosa, una arteria vial de alto flujo vehicular.
Caminar por la calle Barranquilla, en el día puede ser una aventura algo aburridora en un día tranquilo, ya que, si tomamos la ladera derecha mirando desde Pisende hacia la estación Hospital del Metro, nos encontramos con varias fotocopiadoras, con sus diversas promociones para captar a estudiantes, profesores, pensionados, entre otros que requieran sacar una fotocopia a $100, o negociar el valor, dependiendo del tamaño, tipo, color y formato de entrega del material cuando se trata de uno o varios capítulos de un mismo libro o el libro completo; uno que otro bar restaurante, donde se destaca, antes del puente peatonal “la facultad de la rumba”, una de las primeras embajadas de la otra Barranquilla y de la costa en general.
El puente peatonal que cruza la calle Barranquilla, sin cambiar de perspectiva comunica por su lado izquierdo, con la entrada de igual nombre de la calle, con la Universidad de Antioquia. Mientras que por el otro lado, el derecho, con la entrada a varias urbanizaciones, sector de ventas informales, con el paradero de buses improvisado que se volvió habitual, como tantas otras cosas en este bello y macondiano país, destacan los buses “Circular Coonatra” con sus franjas de colores verdes y rojas, del cual dicen los estudiantes “un largo paseo por solo $1800 devaluados pesos” y claro a “el Turco” uno de los sobrevivientes de las purgas universitarias al comercio informal, quien tiene una historia para cada cigarrillo, un halago para cada dama y un consejo para todo aquel que lo quiera escuchar. Una de las particularidades del “Turco” es que aparte de vender lo tradicional de un puesto de ventas ambulantes o chaza, posee una pequeña colección de diez cajetillas de cigarrillos extranjeros que van desde el Camel sin Filtro hasta los impronunciables cigarrillos Iraníes o Hindúes de sabor amargo y tabaco negro.
Al seguir trepando por el costado derecho, se escuchan las tonadas que salen de dos bares tradicionales, el sombrío Gatopardo y el alegre Villamil, pero casi por una obligación moral, se ha de parar, así sea en la puerta, a ojear el único lugar, que al igual que su dueño administrador, se llama como cada uno quiera, igual como él mismo dice “Yo me llamo como usted quiera que me llame, eso sí los libros son sagrados”. La situación toma un nuevo rumbo al intercambiar unas cuantas palabras acompañadas por un par de cervezas o unos tragos de ron, “Algunos me dicen Chepe, pero mi nombre es Juan Pablo, así, a secas, sin apellidos, para no cargar los pecados de nadie, y a vos que sos barbado, solo te vendo libros, ni te los presto, ni alquilo, solo te los vendo; por el simple hecho de que al notar tu mirada de ojos cansados, me doy cuenta de que sabes y aprecias el verdadero valor de un libro y, para que no caigas en la tentación de no devolvérmelo, te lo vendo de una buena vez, evitándonos los dos más de un problema”
La librería que regenta, hace parte de la Corporación José Manuel Arango, una entidad encargada de esa quijotesca labor de hacer que las personas de esta pequeña urbe y sus alrededores, se enamoren de la lectura, es especializada en el trueque de libros y el préstamo de ellos, aunque ha incursionado en el alquiler de ellos mismos. El local no es más que una casa tradicional que él y algunos amigos han ido adecuando a las necesidades, siendo el primer piso un gran estante de libros de hojas amarillas y cafés llenas de historia, un par de mesas de madera, un refrigerador al parecer heredado de la segunda guerra mundial y un tonel heredado, quizás, de alguna expedición pirata en las aguas de La Habana o de los cañaduzales de cualquier finca, perdida en tiempos remotos o dejada en empeño en el viejo Guayaquil.
Mientras que en el segundo piso, es una sala de lectura con cojines repartidos por todo el piso, donde varios jóvenes pasan largas jornadas como ratones de biblioteca, algunos entregados a la academia, otros construyendo mundos y castillos que conquistar, así sea que en realidad solo quieran poner a funcionar su cerebro huyendo del presente ambiguo.
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Juan Pablo es un señor alto, de contextura gruesa que recuerda al mítico Papá Noel, que cuando entra en confianza, aclara que es el único barbado de quien confía aparte de él mismo, aclarando que no es por hedonismo, narcicismo o clasismo, es por algo más pragmático, “Primero llegaron los viejos godos conservadores con sus trajes cachacos, luego los liberales rojos veteranos con los mismos trajes, más tarde los trasnochados comunistas multicolores, todos prometiendo lo mismo pero con diferentes palabras, todos con falta de imaginación, de creatividad, y un hombre sin esto, no es más que una máquina; pero sí tienen mucha como los del eme (M-19) o los amarillos de la UP, mueven el engranaje ocasionando que el sistema mismo los aplaste”.
Al avanzar la tarde, el alto volumen de la calle va cambiando de ritmos y sones, intercambiando el ruido de buses, carros, motos, una que otra valiente bicicleta que desafía el alto flujo vehicular, venteros ambulantes con salsa, vallenato, boleros y algo de rock. Esta es la señal que muchos esperan, es la señal de que la noche ya llega a cubrir la calle con su manto, su misticismo, su nostalgia. La función diurna está a punto de culminar y es hora de darle paso a lo mágico de la noche, hora de prender las luces y que los demonios nocturnos salgan a deambular.
Los almacenes de ventas de baldosa, adoquines y variado ornamento para decorar o reparar baños, pisos y cocinas han cerrado temprano, pero no como muchos piensan, que es por una marcha estudiantil, con “papas bomba”, quema de uno o dos buses adscritos a Bellanita de transportes o los de Castilla en otra época, lluvia de gases lacrimógenos, arengas contra el estado, por la intifada, la liberación de Nepal, Katmandú, Shangri – la u otro paraíso perdido, en fin otras tantas situaciones paradójicas de las marchas estudiantiles.
En esta ocasión, viernes para ser más exactos, los locales dedicados a la industria han cerrado temprano por aquello que mueve masas, infla los corazones de los hinchas, enaltece el orgullo y por escasos y eternos noventa minutos de pasión se olvidan todos los problemas, se detiene el mundo, ya que hay partido de la selección, lo cual ocasiona que en los mismos lugares se reúnan el acusado y el acusador, olvidando los deberes y derechos por un momento, y si el resultado es favorable la amnesia dura un poco más, ya que la academia es fuerte y los pensamientos libres.
Aunque en un país como Colombia existen y se practican diferentes deportes, tanto a nivel profesional como amateur, se sigue con mayor devoción por el pueblo colombiano al fútbol, un deporte lleno de contrastes, de pasiones, de glorias, de sudor y lágrimas, lo cual ocasiona que en diversas empresas e instituciones, ya sean de carácter público y privado, se den ciertas concesiones cuando juega la selección Colombia de fútbol de mayores.
Faltan un par de horas para que den el pitazo inicial al partido, pero ya los locales están a reventar, el fútbol ha ocasionado que tribus urbanas que tienen pequeñas rencillas, se aglutinen a observar una pantalla para ver el partido con algo de rock de fondo adentro de algún lugar, o sacar las cajas de cerveza ya vacías para sentarse más cómodamente en la calle y así poder fumar sin importunar al vecino o quebrantar alguna norma de convivencia. Algunos se han arriesgado sin prestarle mayor atención al clima, a estirar mantas en un triángulo de manga en cercanías a la estación del Metroplus, allí en aquel oasis de naturaleza, en medio de una selva de asfalto, se adora a Ganya y a Baco sin molestar ni ser molestados por nadie.
Algunos de los peatones sugieren que antes del partido se debe “recargar primero”, es por ello que varios grupos de personas, caminan por la acera de la empresa Balalaika, cruzan la avenida del Ferrocarril justo por la esquina donde una cara pintada de Jaime Garzón los saluda con un pato y una frase alusiva a la política y la sociedad, que recuerda muchas veces el por qué ferrocarril es solo una avenida y no la máquina que cruza por aquel lugar.
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Al cruzar Carabobo, se ha de desafiar al lúgubre banco de sangre, enfrentarse al tráfico en la mitad de la calle al cruzar al costado izquierdo, para no ir a entorpecer a los que no descansan, a los trabajadores, pacientes y acompañantes de Policlínica, personas que con seguridad ni se habrán enterado y poco les importara contra quién juega la selección, ya que su interés es más cercano, más terrenal, incluso más mundano. Entender la razón que lleva a que los pacientes se han clasificados dependiendo del trasporte en el que lleguen, destacándose los arcaicos “chevettes” o las “naves traquetas”, seria digno de un doctorado en filosofía o una enciclopedia etnográfica, al fin y al cabo, los que realizan el primer triage son los celadores.
Al cruzar al lado izquierdo e ir subiendo hacia la estación Hospital del Sistema de Transporte Masivo Metropolitano, comúnmente llamado Metro, algunas de las personas que han caminado desde “costeñopolis”, es decir los bares regentados por personas de los litorales pacífico y atlántico, en los que se mezclan vallenatos, salsas, cumbias, gaitas, reggae, reggaetón y demás ritmos tropicales que muchas veces emulan los siete círculos del infierno dantesco, se van cargando de pertrechos, panes, garrafas de vino, “pepas” “porros” y un sinnúmero de cosas, que les ayude a llevar su diávolo interno al deambular por una autopista al infierno o una escalera al cielo.
Evocando el Metropolitano, el estadio de La Arenosa, se decoran los diversos locales, con los colores del tricolor nacional, dejando a un lado los gustos y las simpatías por rojos capitalinos o poderosos, azules embajadores, verdes montañeros o azucareros o rayados rojiblancos, la emoción es una sola, siendo quizás, el deporte esa pizca que provoca identidad y sentido de pertenencia, tan falto o ausente en otras situaciones de la vida.
De esta y otras reflexiones, el transeúnte es sacado abruptamente por el olor de la panadería que funciona 24 horas, los siete días de la semana, llueve, truene, relampaguee, se realicen marchas o transmitan partidos de la selección, lugar donde se estacionan algunos, otros deciden ir a escuchar primero unos cuantos tangos, milongas e historias de arrabal antes de entregarse a cualquier otro placer mundano, un lugar del cual no es necesario saber ni el nombre ni la dirección ya que se reconoce desde lejos por sus asiduos habitantes, aquellos que se saben de memoria el caminito para que el día que me quieras pueda perder todo por una cabeza, porque del más grande de todos los tiempos aún se discute donde nació pero nadie duda que el expreso adiós muchachos compañeros de mi vida en la tierra del cambalache.
A pocos pasos del bar de tangos y a tan solo una cuadra del innovador edificio identificado por dos grandes letras azules como HP, un bohemio declama “ya cae la noche, es hora de empezar a tomarnos los embellecedores para soportar tanto loco que empieza a salir” – expresa uno de los asiduos del bar tanguero, quien al indagarle el porqué de aquella poesía urbana, no contesta más que con un gesto señalando a un par de “punkeros” que descienden hacia la universidad vendiendo manillas, artesanías y baritas de incienso.
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La calle Barranquilla, ya sea de noche o de día, es un corredor entre mundos paralelos, entre los sueños que se empiezan a tejer en la universidad o los frutos que se recogen en las empresas, los que apenas empiezan a deambular por este mundo salidos del ala de “policariño”, aledaña a la estación del metro o que lo terminan abruptamente en una camilla que los entra a la morgue de las urgencias en uno de los edificios del Colibrí.
A lo largo de toda la calle, independiente del sentido, se pueden observar diversos grupos de personas y personajes, que acompañan su diatriba con licores variopintos, que tranquilamente no pasarían ningún registro del INVIMA, en caso tal que les llegara a importar a sus consumidores, pero como ellos, los diversos grupos de jóvenes, eso es lo que hay, para pasar las penas, así ellas sepan nadar, y entre sorbo y sorbo se van tomando de manera pausada la vida misma, ya que esta, la vida, no se puede tomar muy en serio, ya que al final, no se sale vivo.
La noche cubre la calle con su manto, las personas cambian de mascara, dejando muchas veces, el recato y la moral, en la casa, o se va con el primer trago, la primera calada, o simplemente, con el ocaso del día, la noche trasforma a las personas, más si hay luna, los lunáticos son otra especie, que entonan sus tonadas, como lo hacen esta noche en las bancas de Ruta N, como lo hacen cada noche de jueves y viernes, si el agua los deja, ya que al parecer la lluvia es la única capaz de interrumpir la monotonía nocturna, de las personas que deambulan por dicho lugar.
La calle Barranquilla puede transportar en el tiempo a aquellos lugares de arrabal que evocan lugares de antaño en Lovaina, en donde muchos grandes empresarios de hoy, hicieron el paso de muchachos de pantalones cortos a hombres que empezarían a forjar su propio futuro, en el hoy algunos realizan ese viaje en lugares como Libido, un lugar oscuro en colores, música y visitantes, que lo único que quieren es el anonimato, como el que quieren aquellos que atraviesan esta calle, en su afán de llegar a su destino, así en el camino se “topen” con un “paradito” a $1200, el amor furtivo de una enfermera, una secretaria, una colegiala o cualquiera, lo que se quieres es disfrutar el ratico, mientras llega la barca de Caronte o se sufre a la distancia en las emociones del partido.
Esta calle, llena de historia, como su homónima, a siete horas en carro de diferencia, a la cual quizás le falte el mar, pero sus habitantes no dejan de añorarlo y lo expresan en cada palabra, ya sea en las viejas casas construidas en tiempos pasados, en las anécdotas contadas mientras se juega parqués, cartas o domino, interrumpidas momentáneamente por una marcha que pasa, el ulular de una ambulancia, el desfile de los universitarios, el sonido de cantidades de carros, que deambulan por aquella calle y que sigue conservando su esencia, una suave mezcla entre el sabor tropical de una tierra plagada de diversas etnias, provenientes de todas las partes del país, viviendas de colores opacados por el smog citadino, diversos olores que recuerdan las fritangas de pueblo, de carne asada a cinco lucas, de picadita de mango para acompañar el guaro, de sudores por el andar rápido sin detenernos un solo instante a disfrutar los matices que trae consigo la noche, y como la vida es un carnaval, se invita de manera perenne a una fiesta “carnestolentica”.
Calle Barranquilla, entre el sabor y el conocimiento
Sáb, 05/10/2013 - 10:08
La calle Barranquilla de la ciudad de Medellin, refrendada con el número 67, se encuentra ubicada en el sector norte de dicha ciudad, lleva su nombre en homenaje a la ciudad portuaria, la también de