“Con mi plata hago lo que quiero”

Mar, 25/09/2018 - 12:09
A propósito de las discusiones de los últimos días, que pretendían que el valor de las propinas fueran a los bolsillos de los dueños de los restaurantes y no a los de los meseros
A propósito de las discusiones de los últimos días, que pretendían que el valor de las propinas fueran a los bolsillos de los dueños de los restaurantes y no a los de los meseros, me ha dado por pensar que los abusos en esos pagos voluntarios no aparecen solo en ese ámbito. Como no me quito de la cabeza ese chiste de tercero de bachillerato (yo no hice octavo) que destacaba la respuesta del gamincito que se atravesó entre los carros parados en una congestión, pasó rayándolos con una monedita y cuando alguien lo increpó dijo: “con mi plata yo hago lo que quiera”, pienso que ese es un lujo al que hemos renunciado. Hacemos con nuestra plata lo que otros quieren… Lo digo porque si decidimos dejar una propina porque nos agradó el servicio, porque nos cayó bien quien nos atendió o solo porque quisimos y ese es un valor voluntario, no tienen por qué redondearnos por encima cuando pagamos, solo porque las vueltas (el cambio) no les cuadra. Debieran redondear por un menor valor, sabiendo que la propina no es una cifra exacta. Pero, más aun, ¿de dónde salió esa idea que tuvieron que derrotar con una norma del Estado que implicaba que las propinas tenían el destino que a los patrones se les ocurriera? Cada quien es libre de darle el destino favorito a su dinero y si lo quiere regalar es su problema, pero nadie debe atravesarse en ese momento sagrado, de pleno ejercicio de autonomía que implica regalar dinero. Pero como estamos rodeados de gente que le encanta quitarnos unas moneditas tenemos varios ejemplos en los que a veces ni pensamos. Ya les hice las cuentas en un escrito anterior de cuánto les puede representar a los vivos negociantes no dar las vueltas exactas. Y cuánto ganan los taxistas que se saben la tabla de pago de memoria y siempre cobran por encima, nunca por debajo, pero pelean cuando les dicen que el valor de su servicio lo va a calcular una aplicación digital. ¿Se han puesto a pensar si esa niñita de cara dulce que está en la calle con un tarro con algunas caritas felices y le pide ayuda para alguna causa solo está con su alcancía propia? ¿Y han visto en redes los casos de los tullidos y los amputados que esconden sus piernas entre pantalones especiales para arrastrarse mientras ruegan por una monedita, pero de pronto se levantan para caminar normalmente? Y en este punto sí podemos mencionar casos, porque basta con que haya una tragedia para que aparezcan cuentas que reciben donaciones sobre las que no tenemos certeza que lleguen a su destino. Desde hace años oímos a las autoridades pidiendo que no les den limosna a los habitantes de calle porque esas monedas terminan engordando las arcas del llamado microtráfico. Por eso, hasta en las donaciones o regalos, debemos ser cautelosos. Ahora pienso en la otra discusión reciente, esa que cuestionó a una famosa marca de teléfonos porque solo estaban cobrando por prestigio, pero que, según decían, no representaba una actualización seria de sus productos frente a la competencia. ¿Cuántas veces solo compramos algo por ostentar su marca? Ya les di una pista, también, sobre cómo establecen los precios de algunos productos y en las redes sociales está documentado el caso de una empresa de artículos para ejercitarse que no vendía bien porque tenía caminadoras de 1.200 dólares en un mercado que creía que si costaban menos de 2 mil eran de dudosa calidad. Sin hacer más cambios le doblaron el precio, empezaron a cobrar 2.400 y las ventas se desbordaron. Así somos como consumidores. A veces nos sentimos felices de hacer fila en un restaurante que no es sabroso o que no está bien organizado, solo por sentirnos parte de quienes han tenido la experiencia de pasar la tarjeta por ese datáfono; o porque queremos que en coro nos saluden los meseros cuando asomamos a la puerta; o porque compramos un jugo en un vaso plástico que sellan con tapa de aluminio frente a nuestros ojos, pero de inmediato la rompen para ponerle un pitillo plástico, mientras conversamos de cuidar el planeta. No reclamamos las vueltas exactas porque nos sentimos miserables, perdemos estatus si pedimos 50, 100, 200 y hasta 500 pesos. Ahora pienso al contrario: no sé si represente un mayor precio en sus productos, pero quiero terminar referenciando, como pocas veces lo he hecho desde estas letras, un esfuerzo que seguro requiere de nuestra ayuda, pero que también nos exige un esfuerzo. Una hamburguesería que contrata personas con discapacidades para comunicarse (no oyen ni hablan) plantea el reto de aprender a pedir su menú con lenguaje de señas. De la misma forma en que tenemos conocimientos escasos para hablar otro idioma, aquí la gracia es aprender a decir cosas básicas para que pensemos que no podemos seguir cerrando puertas a quienes ven o viven el mundo de forma distinta (y allí están quienes tiene problemas para caminar o porque tienen una talla menor, o porque no ven). Repito: no sé si el precio de las hamburguesas sea mayor en ese lugar. No sé qué tan buenas estén las recetas. Sé que el punto de venta queda en el norte de Bogotá y que la idea recibe el apoyo de la Alcaldía, a través de la Secretaría de Desarrollo Económico, para que como consumidores seamos incluyentes. Si algún lector se anima a ir, le agradezco que me cuente su experiencia de hacer con su dinero lo que quiera, hasta usarlo para aprender a decir “combo de hamburguesa doble carne con queso, papas y malteada”, pero haciendo señas. @jgiraldo2003
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