El colombiano es un mediocre tomador de tinto

Vie, 30/08/2013 - 01:16
“¿Cuándo tintiamos?”, me preguntan algunos amigos, “tenemos que tomarnos un cafecito” me dicen otros. Sale uno bien animado a conversar con sus amigos alrededor de un buen café y, al llegar
“¿Cuándo tintiamos?”, me preguntan algunos amigos, “tenemos que tomarnos un cafecito” me dicen otros. Sale uno bien animado a conversar con sus amigos alrededor de un buen café y, al llegar al sitio de encuentro, lo primero que preguntan el noventa y nueve por ciento de ellos es: “Señor, qué tiene que no sea café? Es que yo no tomo café”. Y entonces uno se pregunta: ¿como a qué fue que me invitaron? Así es el colombiano promedio: un mediocre tomador de tinto. Que no sabe de café, que no le gusta el café, que no toma café, que… (¡horror!) le tiene miedo al café. Aunque sea nuestra bebida insignia, uno de nuestros productos de exportación más apreciados, en lo doméstico el café nunca ha gozado de buena fama. Desde pequeños vamos aprendiendo un sartal de cuentos sobre la bebida que, lejos de ponerla en todas las mesas y reuniones familiares, terminan por echarla en el rincón de lo usado porque, como me ha dicho siempre uno de esos amigos: “Terrible usted como toma de café. No ve que eso es bebida de viejitos, va a terminar con aliento de viejito”. Ya mi madre me lo había advertido cuando pequeño: “Los niños no pueden tomar tinto porque eso  embrutece. Si mucho, leche con un poquito de café”.  Desde aquellos días hago parte de ese pequeño grupo de bichos raros que quieren un café a cualquier hora del día o de la noche, mientras los otros te gritan cual Estella Reynolds: “¿Café, por la mañana?”, “¿café, por la noche?”. Hay que cargar  con ese fardo de mala propaganda contra tan espirituosa bebida. Que no va a poder dormir (como si  mi problema no fuera, por el contrario, luchar todo el tiempo contra el sueño); que se le van a manchar los dientes y la cara; que eso es malísimo para  la gastritis y el colon, que quita las ganas de comer. Que, como diría otro amigo, “yo  tomaría café si fuera frío y supiera distinto”. Así es,  las aguas frescas del Chavo del Ocho. Café colombiano Es que en esta ignorancia del café creemos que para que no haga mucho daño hay que tomárselo  bien aguado y,  siguiendo prescripción médica, ni una tasa más después del mediodía. No falta el atrevido que diga que le gusta el café pero siempre que no sea fuerte, ni amargo: dos de las características principales del café colombiano. Como no hay cultura para tomar café, entonces uno se va tomando cualquier agua pintada que le sirvan por ahí y termina por convencerse de que el café no es bueno, porque no le supo bueno el que se tomó. No se distingue, por ejemplo, entre un buen café instantáneo y esa anilina color carmelita que venden en tiendas de barrio; ni se reconoce cuándo el sabor de un café está fresco y cuándo sabe más al óxido de la cafetera recalentada; o cuál es la diferencia entre el ritual de colar el café molido o prepararlo de un santiamén; o cómo degustar un café sin azúcar, pero también cómo disfrutar el empalago de ese café endulzado con aguapanela, muy propio de las familias del campo. Muchos de mis amigos me replican que para qué se va poner uno a tomar café cuando puede disfrutar de un buen jugo de frutas, de una malteada, de un chocolate o, a falta de más opciones, rica es una gaseosa. Pero eso es casi como que te digan que para qué disfrutar de la música clásica, si se puede escuchar vallenato, salsa o reguetón. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. El café, para los desentendidos, no se hizo para llenar panzas, ni para servir de sobremesa o pasante de  una carne o una   hamburguesa, aunque, claro está, uno de sus efectos sea el de ser un excelente diurético. Si queremos convertirnos en un verdadero país tomador de café lo primero que hay que recobrar es su uso ritual, su sentido más íntimo y acogedor. Así, las nuevas generaciones, que siempre andan con los calores subidos, no van a decir que no toman café porque “es que con estos calores”. El café es, ante todo, la bebida antipretextos, pero es, a su vez,  el acompañante incondicional. Se torna cálido en días fríos y te hace sudar y te refresca en días cálidos. El café reúne a los amigos, convoca la tertulia y su placer no está en acabarlo con prisa, sino en hacerlo ir desapareciendo lentamente de la tasa, sintiendo su  sabor, su aroma, su cuerpo, su acidez.  El café aclara la mente y prolonga las horas de vigilia para dar paso a la imaginación y a la creación, por eso los estudiantes universitarios, vencidos ante su poder, terminan por devorarlo en días de entrega. Y no hay que tener más miedo por su posible adicción: Los estudios serios sobre el tema dicen que se requerirían cerca de 40 tazas diarias para hablar de efecto problemáticos. Ya se armó la alharaca en Colombia, como siempre,  por la llegada, el año próximo, de la multinacional del café Starbucks. Y quienes advierten, una vez más, de la invasión yanqui, ya han dicho que por allá no irán aunque a más de uno veremos metido en el lugar con la disculpa de comprar al menos un pastel, para hacer uso de uno de sus beneficios: acceso inmediato a internet. Dicen los pesimistas que nos traen un café maluco y foráneo, aunque olvidan que el mayor y principal proveedor de café para la compañía, desde siempre, ha sido la propia Colombia y que, al menos, han prometido que el café que se consuma aquí se va a tostar y moler aquí. No me interesa defender a Starbucks, vienen a hacer plata como todos  y cada quien verá dónde se toma su café.  Lo que sí creo que pueden enseñar estos nuevos competidores en el mercado de bebidas calientes,  además de la  importancia de la calidad y oportunidad en el servicio, es eso que nos falta a los colombianos: tomar café. Cuando uno sale a otro país, especialmente a aquellos donde hay estaciones, y pide un café pequeño, descubre que lo que le sirven es casi dos veces el tamaño del café más grande que se pueda tomar en Colombia. Porque aquí, cuando por fin nos arriesgamos a tomar café, aclaramos que sea un tintico, chiquito, clarito, no vaya a ser que nos pase algo malo, algo muy malo.
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