El traje sinvergüenza

Mié, 27/11/2013 - 02:15
El retumbe de los voladores esa mañana despidieron el sueño y le dieron la bienvenida a la pereza.  La pólvora anunciaba lo que Mami Rosa dijo días antes, mira pelaito que el domingo vamos pa
El retumbe de los voladores esa mañana despidieron el sueño y le dieron la bienvenida a la pereza.  La pólvora anunciaba lo que Mami Rosa dijo días antes, mira pelaito que el domingo vamos para misa temprano que es el día de la virgen del Carmen. Mi papá parqueó el taxi en la entrada de la casa, me recibió con mil pesos para el boli y me entregó un escapulario con la imagen de María. Hoy tu mamá no puede coger rabia por irme a tomar unos traguitos con mi compadre Manuel  y su mujé, me dijo. Mis planes ese día no eran precisamente irme hasta la estatua de la virgencita en Loma de piedra a tomar hasta después de doce. Juancho llegó a mi casa a eso de las diez de la mañana y me insistió tanto en ir a bañarnos a Mameyal, que terminé alcahueteándole el paseo, eso sí, tuvo que llevarme en barra porque no tenía ganas de manejar bicicleta tan temprano. Después de dos bollos de mazorca y un pedazo de queso, acompañado de un café con leche caliente que preparó Mami Rosa, quedé listo para salir a jugar el resto de la mañana. Mi tía Marcela me vio pasar en la bicicleta y ahí mismo le fue con el chisme a mi papá. Por ahí vi a tu hijo bajando la loma de la casa, abre el ojo Jorge, le dijo. Antes de salir lo había convencido que iba a jugar fútbol en la cancha del colegio pero tiro me salió por la culata. Que niño tan embustero se ha vuelto Ronnie José, fueron las palabras de mi mamá luego de enterarse hacia donde me dirigía. Al llegar nos quedamos a un costado del arroyo y nos quitamos las chancletas. El agua escalofriantemente baja en grados, como de nevera, como de vaso de agua con diez cubos de hielo. Mi cuerpo se sacudió como perro acabado de bañar y mis ojos se distrajeron rápidamente mientras el frío se fue apaciguando. La señora Catalina, abuela de Carmencita, lavaba dos montañas de ropa. La espuma abundante y burbujeante remataba en el palo con el que golpeaba cada prenda de vestir. Carmencita como siempre linda y risueña. Sus ojos verdosos me miraron y me puse rojo como un tomate al instante. Mi corazón se aceleró, mis palabras se hicieron cortantes y mis piernas se movían como gelatina. Juancho ya estaba nadando encuero, llenaba sus cachetes de agua y escupía mi cara. Ajá metete de una, decía como disco rallado. Lo último que quería esa mañana era que Carmencita me viera desnudo. Yo bajito, flaco y escuálido. De ninguna manera podía perder un chance de hacerme su novio, por eso nadé en calzoncillos. Los más remendados que tenía en la gaveta del escaparate quedaron expuestos y no precisamente porque su dueño lo quisiera. La pequeña se arrimó y se sentó frente a nosotros. Se tapó los ojos al ver a Juancho, quien no paraba de hacer piruetas, salir y sacudir el agua en viceversa. Yo por el contrario quedé inmóvil. Carmencita hacía señas para que me acercara y yo hasta me oriné de la pena. No la hice esperar y llegué. Hablamos algunos minutos. Me contó que su papá había prometido llevarla a ella y a sus hermanos a playa pero apenas se levantó se acordó que era 16 de julio. Yo en cambio le dije lo bonita que siempre la veía y de paso la invité para la fiesta de quince años de mi prima Vanessa el sábado siguiente. De paso podíamos tomar vino y bailar en la corte. Los minutos terminaron en medias horas y Carmencita se despidió con un beso en el cachete. Quité los calzoncillos y me divertí como era debido. El sol empezó a descender y debía regresar a casa. Al salir del arroyo la sorpresa fue grande y los ojos de ambos estuvieron a punto de salirse del susto. La ropa desapareció como por obra y gracia del espíritu santo. La pregunta obligada tenía una respuesta sin 50-50. Nos preparamos porque la vergüenza iba a ser tremenda. En sus marcas, listos… salimos sin mirar atrás. Esa noche Turbaco presenció la maratón en bola, afirmó Petrona, mamá de Juancho. Adán y su hermano gemelo fueron desterrados del paraíso y salieron a recorrer las calles de un pueblo mojigato. Las primas de Carmencita esa noche lograron distinguir entre un chito y una papita. Se jodió esta vaina, se soltaron los locos de Morales, desde cuando llegaron las playas nudistas a Turbaco que no me he enterado, se habló entre la gente que nos vio correr. Llegué a mi casa más sudado que olla de presión y más cansado que coyote detrás de correcaminos. Mami Rosa me esperó con un cinturón en la mano y su cara de enojo predijo los hechos con un final no propiamente feliz. La paliza de ese día comenzó en las piernas y remató en los brazos. Lloré como bebé recién nacido y prometí no volver a salir sin permiso. Juancho no corrió con la misma suerte y por el contrario paso desapercibido, ya que logró llegar vestido a su casa. Quedé castigado durante dos semanas, lo que incluía no ir a fiestas los fines de semana. Mi día transcurría entre el colegio y mi casa. Entre semana sólo podía salir a jugar de cinco a siete de la noche y como me pasara así sea por un minuto, mi amigo el cinturón se salía con la suya y me daba unos cariñitos. Ese 16 de Julio, día de la Virgen del Carmen, lleva una anécdota escondida bajo el brazo y una razón para reírse y alquilar balcón. Esa misma noche tuve que traer a mi papá arrastrado de borracho de la celebración. Lo entré a la casa y lo dejé recostado en el sofá. Mami Rosa efectivamente agarró la rabia por el cuello y antes de insultar a mi papá al llegar, decidió irse a dormir temprano. Aunque del insulto no se libró apenas logró abrir los ojos al día siguiente. Ese vals que quería bailar junto a Carmencita se pospuso, quedó en puntos suspensivos y en espera de un plan b. La fiesta nunca se hizo y mi castigo me lo prohibía. La ropa que dábamos por perdida, terminó en las montañas de ropa que esa tarde lavó la señora Catalina. Juancho y yo desde ese día somos el bonche sin pena. Esas son las vainas de mi pueblo.
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