Foca, el cabo que quería ser médico

Mar, 16/10/2012 - 09:24
Cualquiera que me diga que la salida para este conflicto va a ser militar no conoció al cabo Foca. Digo el cabo Foca por decir alguno, en realidad podría mencionar al cabo Hernández, el cabo Soto,
Cualquiera que me diga que la salida para este conflicto va a ser militar no conoció al cabo Foca. Digo el cabo Foca por decir alguno, en realidad podría mencionar al cabo Hernández, el cabo Soto, el sargento Moreno, cualquiera de los oficiales o suboficiales que estuvieron al mando del tercer contingente de 1996 (3/6) de la Tercera División, en Cali… Cada uno de ellos, por sí solo, me recuerda que más vale no tenerle mucha fe a la eficiencia de este ejército para ganar la guerra. La gente alegará que eso fue hace muchos años, que ya nuestro ejército está modernizado, que la moral de la guerrilla está mermada, pero dudo que los más recientes reservistas traigan anécdotas distintas de los cantones. Debe ser muy complicado controlar 60 jóvenes, pero supongo que había una cuestión de clase en el placer que parecía producirle a la mayoría de los mandos el hecho de poder voltearnos: seguro existe alguna gratificación interior en poder descargar las frustraciones de la vida militar en jóvenes miembros de una clase social que, fuera del ejército, por lo general, desprecia a los de origen campesino, tez morena y piel cuarteada. Como el cabo Foca. El cabo Foca se llamaba Bernardo Gómez y estaba a cargo de la tercera escuadra del primer pelotón, de la que yo formaba parte. Por su manera de hablar, a escondidas le decíamos la foca. Era un pastuso con buen sentido del humor que algunas veces variaba el tono de su voz para dar órdenes, hacía chistes y le encantaba darle palmadas en el cuello a los soldados como castigo. También tenía sus arranques de ira, que se traducían en los soldados de su escuadra “volteando”, haciendo 30 yumbos, 50 zancadillas, 10 chulos, dependiendo de su humor y de nuestra falta. Si uno llegaba de último en una carrera hasta un árbol podía hacer 10 cuclillas, pero si se evadía la noche del 24 de diciembre para irse a tomar a Corinto, Cauca, sin avisar a nadie, podía ser pateado por algún suboficial molesto y durar toda la noche volteando. El cabo Foca no era ni de lejos el peor. El peor, lo supe desde el primer día, habría de ser el cabo Hernández, un tipo de rasgos aindiados y que la mayoría del tiempo daba la impresión  de estar recién salido de la ducha. Fue el que el primer día nos llevó de una de las canchas del cantón al alojamiento. En el segundo día, después de oír nuestro primer saludo, con toda la sutileza que lo caracterizaba, gritó: “Bueno, mis soldados, métanse los dedos entre las piernas; si encuentran una rajita no me griten nada, pero si encuentran un par de güevitas, ¡me gritan más duro!” A pesar de lo irritable que era Hernández, debo reconocer que no era tan bruto como Soto. Soto era un cabo costeño igual de irritable a Hernández, pero mucho más bruto, incluso para los estándares del ejército. Como su idea del honor era más bien pobre y del espíritu de cuerpo ni se diga, no tenía problema en irse de parranda y volver a medianoche, totalmente borracho, a levantar el alojamiento y ponernos a voltear por el tiempo que juzgara adecuado. La escena que muestra con suficiencia su carácter fue cuando estábamos en fase contraguerrilla. El rancho de la tropa quedaba en el establo de una hacienda abandonada y, mientras almorzábamos, por alguna razón que ya no recuerdo, Soto le echó el plato de comida encima a un soldado. El soldado solo optó por echarse a llorar. La escena fue tan degradante que el capitán tuvo que intervenir y voltear al cabo Soto. En secreto, los soldados mascullábamos nuestro resentimiento en los cambuches y nos dábamos ánimos diciendo que eso lo hacía Soto con nosotros, pero que cuando le tocara patrullar no se atrevería a hacerle nada parecido a los soldados profesionales o regulares. En caso de ser necesario, aquellos no tendrían problema alguno en legalizarlo en algún combate. El cabo Foca nunca llegó a ese punto y en cuanto a lucidez e irritabilidad, estaba a medio camino entre Hernández y Soto. La lucidez de un mando en realidad nos era indiferente. Tener al mando a un oficial o suboficial corto de seso era estar expuesto a las reacciones primarias que se traducirían en volteo por cualquier motivo. Los oficiales medianamente inteligentes, por su parte, no volteaban casi a la tropa pero, al hacerlo, eran perversos. La misma personalidad maquiavélica que se necesita para llevar a cabo falsos positivos. La única vez que tuve algo parecido a una conversación con el cabo Foca fue mientras limpiábamos nuestros fusiles G4. Ya no sé si fue porque le pregunté si siempre había querido ser militar que terminó contándonos que quería ser médico. “¿Entonces por qué no lo hace?” le pregunté. “No es tan fácil, mi soldado,” me respondió con nerviosismo. “Pues, mi cabo, ¡debería hacerlo!” le dije con entusiasmo. Su nueva respuesta fue ponerme a hacer 30 cuclillas.  
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