Muchas veces escuché decir a mi mamá “lo único malo de la rosca es no estar en ella”, sin embargo, con el paso de los años, cuando mi progenitora comenzó a enterarse de que alguien, diferente a mí, se quedaba con un empleo o un reconocimiento, que a sus ojos yo merecía más que nadie, cambió de dicho entonando frases como “es que la rosca es lo peor” o “es el colmo que tengan preferencias”, mientras yo comenzaba a preguntarme el por qué de esa mutación en su discurso.
En mi papel de de descuartizadora aficionada, me concentré en las actividades de los grupos a los que tenía acceso para poder responderme esa pregunta. Luego de un simple análisis concluí, tajantemente, que los favoritismos, los grupos privilegiados o roscas no existen.
Fue suficiente que me encargaran la administración de un proyecto emergente, con la responsabilidad que el cargo implica, para darme cuenta una vez más, de que si escogen con frecuencia a las mismas personas, para que completen tareas y alcancen objetivos, es porque antes lo han hecho bien y porque inspiran confianza, ya que también es muy común encontrarse frente a individuos que protestan mucho pero que logran poco, esos que pretenden sacar ventaja alegando democracia pero sin ánimo ni ganas de trabajar. En resumen, a nadie lo eligen porque sí.
Igual que mi mamá, creía que había fuerzas malvadas e inexplicables que se encargaban de hacerme la vida difícil, que ciertos personajes se levantaban por la mañana con la idea de dañarme el día y de ponerme rocas en el camino, pero luego de meditar un poco, comprendí que pensar de ese modo sólo era natural para una persona con un delirio de persecución diagnosticado, como no era mi caso busqué otra explicación para el fenómeno en que los mismos de siempre se quedaban con lo que querían, con lo que buscaban.
No tuve que ir muy lejos para encontrar un lagarto en la familia, esos que se pasan horas enteras, días y semanas en oficinas públicas rascando espaldas ajenas para asegurarse un cargo de libre remoción y nombramiento, dado por el padrino político de turno. Me obligué a mirar más allá de mis náuseas y tuve que concederle al reptil que su paciencia, su constancia, su fe en sí mismo y su manejo de recursos, porque para hacer relaciones públicas se necesita tiempo y plata, eran admirables. Claro que también llegué a pensar que sus esfuerzos serían más útiles si estuvieran al servicio de alguna obra de caridad o proyecto, que busca mejorarle la vida a los desfavorecidos, pero partiendo de que mi familiar lejano ya ha logrado, de ese modo, asegurar su bienestar y el de los suyos, le reconocí que algunas de sus funciones pasadas debe haberlas cumplido bien, de otro modo su patrocinador no se habría arriesgado a elegirlo, sabiendo que si este falla su propio cuello también estaría en juego.
Después de este ejercicio me hice un examen personal, miré mi pasado con ojos atentos y revisé aquellas misiones que me dieron sin considerar a otros, esas en las que me llamaron personalmente a mí, con nombre y apellido, para que las asumiera y entregara resultados de ellas. El descubrimiento fue el mismo. A excepción de una posición, que acepté sabiendo que no soportaría y que alguien se moría por darme, las demás ocupaciones se ajustaron a mis capacidades de cada momento y tanto el padrino como la ahijada nos sentimos satisfechos con lo obtenido.
Concluyendo, el modo en que una persona llegó a un empleo no importa, es irrelevante si fue gracias a su red social o a que salió exitosa de un estricto proceso de selección, porque ahí sólo termina la primera etapa. Las fases que siguen probarán si la decisión que tomó quien lo ubicó en tal lugar fue acertada o no, dependerá realmente de las capacidades del elegido y no de lo grueso de su libreta de contactos. Si en el futuro este individuo es llamado o nuevamente para recorrer senderos similares, pero más empinados, dependerá de cuánto se haya caído y de cómo se haya levantado en los que ya ha transitado.