Ojalá se muera pronto García Márquez

Jue, 20/10/2011 - 19:13
Este es un comunicado escrito para ser publicado, a una página, en un periódico de circulación nacional. Como no hubo plata para dar tan premeditado golpe de opinión, sus autores -que no pasan de
Este es un comunicado escrito para ser publicado, a una página, en un periódico de circulación nacional. Como no hubo plata para dar tan premeditado golpe de opinión, sus autores -que no pasan de la media docena- decidieron sacarle unas cuantas fotocopias y repartirlo a la entrada de la Academia Colombiana de la Lengua con tan mala suerte que la policía confiscó el líbelo por considerarlo un delito contra la patria. + ¿Qué delito? + preguntó el joven que alcanzó a entregarme uno a mí, antes de que se los quitaran, indignados, los agentes. + ¡Debería saberlo el civil! ¡Es como orinarse en la bandera de Colombia! + Dijo el oficial de más alto rango y que no era -como no lo es nunca- el más instruido del grupo. Volteé la esquina y lo leí, con taquicardia, como si hacerlo me convirtiera, en el acto, en un conspirador o un miembro de algún tipo de resistencia secreta. Transcribo aquí el texto, por solidaridad profesional, pues yo también he sido repartidor de volantes. Deseamos, lo antes posible, la muerte de Gabriel García Márquez, decía el título, sin embargo seguí leyendo: No tenemos nada contra la decrepitud. Somos un grupo de jóvenes escritores colombianos que cumplió más de 50 años esperando a tener estanterías distintas a los centros culturales de los municipios y las bibliotecas departamentales. No pertenecemos al Boom Latinoamericano y nuestra literatura no se enmarca dentro de los lineamientos del realismo mágico. O sea, nuestros personajes no emprenden hazañas imposibles, tampoco flotan a veinte centímetros del piso, sus designios no están señalados por las cartas, ni por la formación de las aves, ni la entraña de los enemigos, ni la boñiga de las vacas; nuestros hilos de sangre no atraviesan calles, ni plazas de mercado, no tenemos muertos que vaguen irredentos por los patios de las casas, ni prostitutas que paguen deudas de por vida; lo nuestro es un limbo entre la modernidad y la postmodernidad. Y, no es que seamos una generación perdida, somos una generación náufraga, sin asidero, sin puente levadizo entre los invitados que rasparon fiesta en París y los adolescentes, ya creciditos también, que venden libros en las droguerías y en las cadenas de supermercados. Fuimos, en su momento, retoños de un país garciamarquiano, la herencia de la puntuación falible y del no gerundio. Ahora, sin haber podido matar al padre, pedimos permiso para ir al baño y levantamos la mano para que nos den la palabra: una palabra desprovista de señalamientos, sin una “cueva” fundacional, sin impulsadores catalanes, sin estómagos vacíos; una palabra que nunca ha estado a la intemperie, protegida por zapatones y mullidas gabardinas. La literatura tiene sus aconcaguas y sus depresiones submarinas, extremos ajenos y desconocidos para nosotros, acostumbrados como estamos a los calentadores y los aires acondicionados. Nos ha faltado, hasta ahora, quién nos lleve al filo del acantilado, en cuyo fondo se criaron los autores nuevos entre ríos de sangre, laderas como aceras y alcantarillas llenas de putas de silicona y relaciones inmuno-deficientes y adquiridas; pistas de aterrizaje delimitadas por líneas de cocaína, donde el tráfico de estupefacientes cambia de manos con cada purga y en los laboratorios adonde entró triunfante Tirofijo, con su banda presidencial al hombro y presumiendo sus entrenadores libios, ahora se sintonizan emisoras de Michoacán y de Tijuana, y las muertes que otrora apadrinaran El Patrón, y su zoológico de esbirros, ahora las bendice Quentin Tarantino. Que García Márquez llegara a los cien años sería un contrasentido; Sábato no murió ciego, ni envuelto en ráfagas de fuego; a Vargas Llosa no se lo comerán las ratas; Donoso no fue sodomizado, entre cuatro paredes de hotel, por un mastín negro e insaciable; Juan Rulfo no anda por ahí en el estado inmaterial en que se encuentra y Dostoievsky, espero, no fue enterrado vivo. Que, además, se arriesgue a que le llegue una soledad que le erosione el alma como lo ha hecho con el cuerpo, sería romper una de las reglas que la humanidad no perdona: el profeta, por ningún motivo, debe ser el victimario de su propia profecía. Nuestro Premio Nobel está en mora de ir escogiendo su castaño, porque es Úrsula Iguarán la que, desmemoriada, sobrevive la centuria. Es, entonces, Mercedes Barcha la que tiene la oportunidad de olvidarlo a él y no al revés, so pena de que Melquiades no regrese y no ocurran las revelaciones que permitan descifrarlo todo. Es como si Boogie el aceitoso hubiera arrinconado a Fontanarrosa en un callejón de Belgrano y, sin reconocerlo, le hubiera pedido, después de dejar carraspeado y expulsado un gargajo en el piso de costra de asfalto, lumbre para su cigarrillo. Mutis, Vallejo, Illán Bacca, Burgos Cantor, Albalucía Ángel, Castro Caycedo, por decir algunos, Cobo Borda, Fanny Buitrago y Giovanni Quessep podrían ser inmortales -en lo que a nosotros respecta- sus hojas no nos hacen sombra. Gabo, en cambio -sin quererlo, por supuesto- nos opaca, por la amplitud inaudita de su parábola vital, como la tardes de Neruda “hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas”; con el agravante de que cuando alguno de nuestra colectividad se destaca lo llaman durante un par de años “el próximo García Márquez”; lo que desconoce, por completo, la fórmula que nos compone, el contenido de la tinta que nos circula por las venas. En fin, entendemos que no nos está dado demandarle al universo tal portento, es, inclusive, atrabiliario, ruin -dirían algunos- desear lo que no puede ser deseado, pedir lo que está, sin apelaciones en contrario, vedado; por fuera de la jurisdicción humana. No estamos pidiendo, tampoco, que sea perseguido, pues recompensa no hay ninguna; como tampoco estamos esperando que algún abanderado altere su destino; estamos simplemente expresando una ilusión, estamos invocando un albur, una posibilidad contemplada también por García Márquez quien nunca fue ajeno, como el refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, a la importancia de morirse a tiempo, de evitar que el olor de los orines y la merma estadística de los sentidos, le alcance a hacer mellas a la gloria que significa estar vivo; y que, como él, decida ¿por qué no? ponerse “a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.”
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