Este año nuevo es algo más que una fecha simbólica como son todos los años nuevos. Para nadie es un secreto que se esperan muchos cambios en razón de los nuevos mandatarios que se posesionan; que en el mundo están pasando muchas cosas, casi todas críticas; y que se espera que, después de bastante tiempo preparándose para arrancar, el nuevo gobierno convierta en acciones las leyes que ha hecho pasar por el Congreso.
Pero no hay que equivocarse. Ninguna fecha es definitiva, ni una posesión de un nuevo mandatario inicia una nueva era. No sucederá eso con los recién elegidos en nuestro país –sean estos solo alcaldes de pequeños municipios, gobernadores de grandes departamentos o el burgomaestre del Distrito Especial- ni lo será quién acceda al puesto de poder más grande del mundo –la presidencia de los Estados Unidos.
Esa sensación que cada recién posesionado trata de enviar –algunos lo llaman ‘complejo de Adanismo’ porque se presentan como si fuera el primer día de la creación- es errado tanto en el campo de lo posible como en el campo de las expectativas que pretende crear. Pero igualmente es errado esperar por parte de los electores o de los gobernados que esto suceda.
No se cambia el mundo en cuatro años, ni depende el cambio de unas medidas y unas leyes. Mal hacemos al pensar que las promesas de campaña se pueden concretar según la voluntad del mandatario.
Tal vez si las vemos como propuestas para que la ciudadanía las asuma y las respalde se lograría avanzar bastante; pero la condición mínima es saber de qué depende en últimas o en el fondo la posibilidad de que esto se cumpla.
Los problemas de corrupción, de pobreza, de desigualdad, de ineficiencia administrativa, de delincuencia, etc. no dependen de que uno u otro dirigente asuma el mando de la Nación. Si así fuera sería a costa de renunciar a un régimen de libertades democráticas y aceptar una dictadura ilustrada que impusiera las soluciones por la fuerza.
La solución o la alternativa más clara es un cambio de modelo, un cambio de orientación de las funciones del Estado, que deje de fijarse exclusivamente en los resultados macroeconómicos y lo que llaman ‘desarrollo económico’ con todos los indicadores de crecimiento del PIB, de inversión extranjera, de aumento de reservas, etc., y se dedique a solucionar esos problemas. Eso lo diría Perogrullo, y sin embargo no lo ven así nuestros dirigentes, que siguen pensando que con supuestas o reales ‘bonanzas económicas’ se arreglan esas disfunciones de la sociedad.
Es muy poco lo que va a cambiar o puede cambiar con un remplazo de un gobernante por otro si se mantienen las mismas reglas del juego y los mismos objetivos. Los males o lo que deseamos eliminar como enfermedades de nuestra colectividad seguirán presentes mientras la ciudadanía no exija que se atienda prioritariamente las causas de esos males.
Pequeñas revoluciones a nivel local se pueden dar, y aunque no trasformarán el mundo sí pueden mejorar las condiciones de la propia localidad. La política como la entendemos entre nosotros es la lucha por el poder y se admite que quien gana adquiere un derecho a utilizarlo según su criterio; debemos entender y hacer entender a quienes salen elegidos que lo que se les pide no es que comiencen una nueva era en la cual lo que cambia es el equipo que la administra, sino que sea otro el sistema y el propósito con el cual gobiernen.
Todos tenemos la idea y la esperanza del cambio en los resultados sin realizar que estos no se darán sin el cambio en las premisas y en los sistemas.
Esto aplica desde el cambio climático a nivel de las políticas de las grandes potencias, pasando por las crisis económicas que parece llevarán al mundo a otra ‘Gran Depresión’ hasta los ‘carruseles de la contratación’ y las bacrim o el paramilitarismo.
Podemos enviar a todos los responsables del pasado a prisión pero con seguridad brotarán retoños con las mismas o peores calidades y cantidades. No es un régimen cada vez más represivo la solución, al igual que la competencia no es la mejor fuente de armonía en una sociedad. El seguir amarrados a estas opciones no promete nada. La democracia si se entiende como la imposición de la mayoría en detrimento de las minorías es la peor de las tiranías; el capitalismo en su modalidad neoliberal –con la libertad total (la del mercado del poder) en un mundo donde la ‘competitividad’ define quienes sobreviven- es el camino para que poco a poco sean exterminados quienes van siendo los más rezagados en un competencia sin final –es decir todos-.