Tal vez no se ha dicho mucho –o se ha dicho muy poco– que otro de los tantísimos ganadores de las elecciones que ya pasaron fue el chismorreo polémico, la sobremesa pendenciera, el ingrediente agresivo que en las conversaciones sobre política suele poner siempre el expresidente Álvaro Uribe.
Hay que agradecérselo. Aunque se diga que con una habilidad que raya en la marrullería, Uribe encontró en la declaratoria de la oposición a Santos el orificio por el cual escaparse del análisis de su derrota en las urnas, hay que agradecerle que hubiera vuelto a subir al ring porque desde entonces el país pugilístico está de nuevo entretenido, sacándole provecho a la nueva temporada de iras del expresidente cuyas palabras agresivas no suelen poner a pensar al país, como lo hacía López Michelsen, sino que lo ha puesto a pelear.
Y en esas estamos. Los políticos, por un lado, analizando si al Partido de la U le conviene una presidencia de oposición al gobierno y qué va a pasar entonces con los proyectos en el Congreso y con la burocrática Unidad Nacional. Y el periodismo y sus columnistas, ocupándose (ocupándonos) de nuevo de los berridos de quien en los últimos años ha sido fuente inagotable de antipatías sistemáticas o de simpatías fanáticas.
En su regreso al tablado el expresidente ha hecho pública su obvia oposición al presidente Santos. No le gustan ni su estilo ni sus decisiones. Que este es un gobierno de anuncios y que si hay algunas cosas que van bien es porque venían bien. Le parece que Santos es distante y que el gobierno no despierta fervor. Es decir, que no es como sus ocho años de gobierno que consiguieron aquel apasionamiento que retumbaba en los oídos, de Uribe, y que le hizo creer, a Uribe, que lo que necesitaba esa Colombia fervorosa que se rendía a los pies, a los de Uribe, era el famoso Uribato con el cual parece que sigue soñando Uribe.
El expresidente, pues, ha dado muestras de estar decepcionado por el cuervo que crió. Y poco le falta para llamarlo traidor. A eso llegará, desde luego, porque cada vez tendrá más rabia con Santos porque Santos es un solapado a quien Uribe, que es un político demasiado primario, parece que no aprendió a leer bien mientras lo tuvo a su lado. Solo ahora, cuando Santos tiene las riendas bien cogidas, cuando ni consulta ni llama ni atiende a Uribe, es que Uribe le está conociendo mejor y está padeciendo su desdén.
Padeciendo el desdén, dije, porque la táctica de Juan Manuel Santos en su pelea contra Uribe es demoledora. Y lo será. Uribe lanza pedradas y Santos devuelve pañuelos. Y Uribe siempre está a la búsqueda de un sparring que le responda con patadas voladoras si es del caso porque ese es el terreno que le gusta. Todo vale. Máscara contra máscara. Pero cuando le sale un Juan Manuel Santos que dice Ni el mismo Uribe me va a hacer pelear con Uribe y le lanza solo algunos golpes bajitos y no la trompada, marica, que Uribe está esperando, la pelea se torna desigual porque no es ese el cuadrilátero preferido del expresidente.
Así será el combate político que llega. Uribe con los guantes puestos, mandando golpes al aire que no van a encontrar contrincante porque Santos los verá venir y los eludirá con la displicencia aprendida de toda una vida de típicos modales cachacos, para los que no necesita tomar ni valeriana ni esas cosas. Cuando Santos necesite reforzar esa actitud de desprecio, le bastará sentarse un ratico con Vargas Lleras y con Rafael Pardo que son de su mismo talante y forman parte del mismo grupo de odiados por Uribe. Y a Uribe le convendrá mandar a hacer una de esas bolsas de entrenamiento que usan los boxeadores y estrellar contra ella sus ya cansados huesitos.