A mitad de semana arribé a Bogotá procedente del Casanare, donde resido. La capital me recibió con cielos toldados y lloviznas frecuentes. El viaje tenía el doble propósito de presenciar con tres compañeros de colegio la gran final del fútbol colombiano. Eran 37 laaargos años de sequía. El mismo miércoles se disputó en Pasto el primer encuentro entre los dos equipos, el local que rugía como el volcán Galeras y el León Rojo de Bogotá que apretaba los dientes con la presencia ausente de su hinchada. La igualdad a un tanto solo resultó en prolongación de la incertidumbre.
Los días siguientes fueron grises y destemplados. El domingo, día de final, la madrugada despertaba a los bogotanos con tremendo aguacero; las lloviznas pertinaces se encargaban de acentuar el verdor de la Sabana. Solo hacia las cuatro de la tarde escamparía del todo, como buen presagio de lo que sería una fiesta inolvidable.
A mediodía, después de las empanaditas, llegó un exquisito ajiaco de los que aún Anatilde —a sus 89 años— elabora con lujo de detalles. Esa tanqueada debería aguantar hasta las diez de la noche y responder por el desgaste de adrenalina que depararía la finalísima de copa.
El ambiente no podría ser mejor. La ciudad se preparaba para la gran fiesta. Atrás quedó la angustia de lidiar con la adquisición de la boletería, único lunar que se lleva el equipo por el maltrato a sus hinchas fieles quienes debieron soportar interminables filas hasta de doce horas para hacerse a sus tiquetes. Perdonable, dadas las circunstancias.
Una buseta nos trajo a los quince santafereños hasta el estadio Nemesio Camacho. Padres, hijos y nietos la mayoría que nunca había visto al equipo cardenal vestirse de campeón. Aquí sorprendió la organización del evento, donde la Policía Nacional desempeñó un destacado papel. Si bien las filas eran largas, el orden prevaleció y el ingreso a El Campín se surtió sin contratiempos, al igual que el acceso a las sillas numeradas que fueron respetadas.
Todo era fiesta. El estadio a reventar con cerca de 35.000 espectadores. La tribuna de “Gorriones” fue habilitada para acoger a la hinchada pastusa que hizo presencia en el estadio. Ambiente de camaradería desbordante y mesurado optimismo engalanaba las tribunas rojas a reventar.
La ovación no se hizo esperar al irrumpir en la cancha los dos equipos, al mejor estilo FIFA, junto con los árbitros que impondrían el orden. El pitazo inicial dio comienzo a las acciones. El buen drenaje de la cancha asimiló bien las aguas de la semana y la gramilla, recién cortada para la ocasión, permitió el lucimiento de las dos escuadras. Varias llegadas a los arcos contrarios sacudían las tribunas pero los porteros ahogaban los gritos de gol. El partido intenso, arduamente disputado, conduciría al descanso con la igualdad a ceros. Aves de mal agüero llamaban la definición a penaltis como destino irreversible de la contienda.
Pero el segundo tiempo traería lo suyo. Santa Fe se aproximaba con ganas a la meta de gol. El árbitro Wilmer Roldán, quien nos representará en los juegos olímpicos de Londres, no se atrevió a pitar una mano clara sobre la línea de gol que impidió a la hinchada roja comenzar a celebrar desde los inicios de la segunda mitad. La garra de los campeones se acentuaba con el correr de los minutos y la hinchada resolvió acompañar de pie la última media hora del partido. No se logró sentar su entusiasmo resultando perjudicados atrás los discapacitados en silla de ruedas, quienes hasta ese momento disfrutaban del partido desde un lugar privilegiado. Nadie hubiera soñado aquello hace 37 años.
Tras varias escaramuzas, nuestro técnico Wilson Gutiérrez, artífice de la séptima estrella, decide sustituir a Anchico para ingresar a Cardona, trayendo aire fresco al campo de batalla. Una falta hacia los tres cuartos de la cancha lleva a Ómar Sebastián Pérez, cobrador oficial de cuanta pelota quieta surge en el partido, mariscal de campo por derecho propio, líder indiscutible de la muchachada, a elevar un balón que es bajado magistralmente al lado opuesto del arquero por el ariete Jonathan Copete para inflar las redes y, con ello, el entusiasmo de la hinchada que celebró entre gritos y lágrimas.
Con el 1 a 0 a pocos minutos del final, el réferi omite otra pena máxima a favor del Campeón, cuando Cuadrado, portero del Pasto, atropella al boliviano Cabrera en injustificable agresión dentro del área. Pero la suerte estaba echada. Los rojos escondían la pelota con toques cortos provocando las reiteradas faltas de un corajudo Pasto que solo sirvieron para quemar los últimos minutos hasta consumir el tiempo reglamentario y confirmar a Santa Fe como Campeón. La ciudad se destacaría por una gran celebración civilizada y sin violencia.
Son de evocar los fieles hinchas rojos de siempre, que nunca faltaban a la cita en El Campín, Guillermo Cano, su señora doña Ana María, los españoles Juan Busquets, Gaspar Calvet y Aparicio, Enrique Santos, junto con su hijo el presidente Juan Manuel Santos, Pachito Santos, Julio Ortega Samper, Jorge Ferro Mancera, Ernesto Gamboa, Pacheco, la Chiva Cortés, Yamid Amat, Manolo Bellón y tantos otros como mi padre Enrique Rodríguez Nieto, quien jugó en el equipo amateur y sería su presidente hace 50 años.
Con el pitazo final y ese sentimiento en la cresta de la ola, al decir de la canción de Niche: “No puedo evitar que los ojos se me agüen.”
