El bautizo

Lun, 02/05/2011 - 23:58
El martes pasado por la noche me despertó el teléfono. Era una llamada de la agencia de intérpretes que me contrata, para acudir lo antes posible a la sala de neonatos del hospital más importante
El martes pasado por la noche me despertó el teléfono. Era una llamada de la agencia de intérpretes que me contrata, para acudir lo antes posible a la sala de neonatos del hospital más importante de la ciudad. Me dio curiosidad, me sacudí el sueño y media hora más tarde estaba allá, al lado de dos incubadoras. Cada una contenía un mellicito que habían nacido esa mañana a las 24 semanas de gestación, o sea menos de seis meses en el vientre de la mamá. El padre de los niños, Roque, era un mexicano que estaba esperando que llegara su familia, incluida su esposa Sandra, recién parida. La pediatra de turno tenía que hacerles un anuncio: el mellizo “B”, así lo llamaban, no iba a sobrevivir la noche. Su hermano, el mellizo “A”, también estaba en estado crítico, pero un poco mejor que su hermanito. Estaban haciendo todo lo posible pero habían perdido las esperanzas respecto a “B”. Mi papel era traducir las noticias. Nadie de la familia hablaba inglés. Los dos niños eran tan pequeños que cabían en la palma de la mano de Roque. Ambos estaban entubados, vestidos solo con pañales y gorrito de lana en la cabeza. El color de “B” era un rojo subido y su cara estaba gris. La enfermera estaba proporcionándole oxígeno a mano, apretando una bomba. Su pecho subía y bajaba al ritmo de la bomba. El respirador ya no era suficiente para proporcionarle el oxígeno que necesitaba, pero las enfermeras no podían quedarse toda la noche bombeando a mano. Sandra, recién parida, estaba en pié, tocándole la mano al niño y llorando silenciosamente. Roque le reclamaba a las enfermeras -a través mío- que la incubadora de “A” estaba cubierta de vapor, que no se estaban poniendo guantes para tocar a los niños, a lo que ellas respondían que así era el protocolo. Llegaron la madre de Sandra y sus hermanos. La pediatra les explicó que el cerebro de “B” estaba muerto, el oxígeno que estaba recibiendo era claramente insuficiente. Era un velado mensaje para que los padres autorizaran parar los esfuerzos para mantenerlo vivo, que ya eran inútiles. Le pregunté a la doctora si era el momento para hacerles la pregunta en forma directa, pero me dijo que todavía no. Antes había que bautizar a “B”. Eran las diez de la noche. La enfermera trató de conseguir a un padre católico. No tuvo éxito. Le preguntó a los padres si ellos no tenían un cura de su iglesia, negativo. Sugirió entonces llamar al capellán del hospital que administra todas las religiones. No estaba y era imposible localizarlo. La cuestión se hacía cada vez más urgente. “B” tenía una hemorragia interna, de ahí el rojo subido de su piel. Estaba sangrando por la nariz y la boca. Los párpados cerrados no se habían alcanzado a desarrollar. No tenía uñas, pero extrañamente las manos y los pies eran largos. Su cara era cada vez más gris. La enfermera dijo que lo íbamos a tener que bautizar entre nosotros. Rápidamente buscó en Google la oración del bautizo y la encontró en inglés. Imprimió varias hojas, las recortó y pegó diferentes pedazos con cinta transparente. Tomó un frasco de laboratorio y lo llenó de agua. Bendijo el agua y me entregó el rezo para que yo lo leyera, traduciendo de inglés a español lo que veía en el revoltijo de hojas. Y así, bauticé al pequeño Adrián, leyendo esos rezos con los que estaba familiarizada por haber vivido cuarenta años en el país del Sagrado Corazón. Leía las oraciones y la familia respondía. Al final todos dijimos Amén. La enfermera le puso el agua en la cabeza tres veces. Y la pediatra nos sorprendió a todos: había que bautizar también al mellizo “A”. Tampoco le daban muchas esperanzas. Repetimos el ritual con Luis Emmanuel. La escena era surrealista. Dos enormes pantallas indicaban el ritmo del corazón, la cantidad de oxígeno en la sangre, la presión arterial. Los números de Adrián disminuían rápidamente. Las mujeres lloraban, lo mismo que Roque. Sandra decía “¿Por qué me tuvo que pasar esto a mí?” y no se despegaba de la incubadora de Adrián. Las enfermeras se turnaban para bombear el oxígeno a mano. A las once me fui. Sandra y Roque se retiraron a una habitación que les habían reservado para pasar la noche. El resto de la familia también partió. Al día siguiente volví al hospital a preguntar por Adrián. Había muerto a la una y media de la madrugada. Luis Emmanuel estaba vivo. El viernes volví a preguntar por él. Seguía con vida. Si sobrevive, nadie sabe que complicaciones enfrentará. Sandra lo está alimentando con la leche que se succiona y le entra al bebé por una sonda nasogástrica del grosor de una aguja. Roque y Sandra nunca van a saber que fue una judía atea quién salvó a Adrián en su paso por el más allá. Por lo menos ya la iglesia católica desapareció el limbo de su doctrina en caso de que D-s no hubiese aceptado mi bendición. Eso me hace sentir un poco mejor.
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