En la antigua China a las mujeres desde temprana edad se les vendaban los pies fuerte y permanentemente para romperlos y volverlos más pequeños. Así atrofiados cumplían con el objetivo erótico que exigían los hombres. Unos pies grandes para una muchacha eran objeto de vergüenza y desprecio, no deberían medir más de 10 centímetros. De esta manera las mujeres restringidas en su movilidad se adaptaban más a los valores femeninos preconizados por Confucio: la vida doméstica, la virtud, la maternidad y el trabajo manual.
Rabia y rechazo producen en nuestros días el sólo hecho de enterarnos de tales prácticas; no es necesario ser feminista curtido para experimentar un sentimiento de total reprobación ante tan falócrata usanza. La escritora Jung Chang, nos instruye aún más sobre esta costumbre a la cual fue sometida su abuela (sólo en 1957 desapareció completamente tal práctica): “una mujer tambaleante sobre sus pies vendados ejercía un efecto erótico sobre los hombres, debido en parte a que su vulnerabilidad producía un deseo de protección en el observador”.
Y sin embargo, poco o nada decimos cuando a diario desfilan frente a nosotros las mujeres contemporáneas haciendo maromas y guardando equilibrios sobre empinadísimos tacones de 10 o más centímetros de altura. Poco análisis hacemos sobre el hecho de que este ejercicio acrobático, antinatural e insano, persigue los mismos fines de la antigua China: someter a las féminas a un ejercicio de atracción del macho dominante de la especie humana. Sí, no nos salgamos de casillas, así es.
Los tacones altos elevan la estatura, produciendo además una esbeltez en el cuerpo de la mujer pues hace desplazar el centro de gravedad al andar, su pavonear es más atractivo porque provoca un estiramiento de piernas, un paso más corto y vacilante, un pronunciamiento de los senos hacia adelante haciéndolos más grandes y manifiestos, unas nalgas más acentuadas y una curva espaldar más apetecible.
Toda una estética forzada al poco despreciable costo de la deformación de los pies, la fatiga y la afectación de la columna vertebral, la exposición a luxaciones y esguinces, la aparición de juanetes, la deformación de los dedos, las callosidades, los dolores de pies y los daños esqueléticos, advierten los especialistas. Y es que caminar en tacones altos hace que el peso del cuerpo sea soportado en un 90% sobre los dedos y los metatarsianos, en lugar de descansar, como es lo debido, uniformemente sobre el pie. Bien sabido es que las bailarinas de ballet que tanto nos entusiasman con sus elegantes piruetas y sus pasos en puntas terminan más temprano que tarde con severas complicaciones de pies, rodillas, cadera y columna; una vida artística muy corta y un precio muy elevado por tan antinaturales estéticas.
Esta imposición, en general inconscientemente aceptada por las portadoras de tan incómodos zancos, convierte a la mujer, o le asigna una función de mensajeras de lascivia permanente, de incitación constante, como si el rol femenino estuviera destinado sólo a este ejercicio, en detrimento de otros métodos de seducción que no condenan a la mujer a un rol meramente de objeto sexual; esto sin hablar de los atractivos que producen y cautivan la expresión de las neuronas.
Muchas mujeres occidentales tienen a flor de boca el desgastado argumento según el cual sus esfuerzos y dolencias de pies justifican sus tacones porque estos las hacen elegantes y sobre todo más femeninas. ¿Se darán cuenta que este es el mismo argumento que utilizan los hombres musulmanes –machistas por antonomasia– y que frecuentemente se escuchan en boca de sus mismas mujeres para exculpar el sometimiento a que están reducidas y que las ha llevado a encasullarse en las infamantes burkas? La voluntad del macho es la verdadera respuesta. Nuestra cultura occidental actual rechaza y se subleva –sin hablar de feministas ni de defensores de los derechos de las mujeres–, y sin embargo acepta otras formas de dominación a las mujeres; verbigracia, los mentados tacones.
Los seres vivientes necesitan atraer a otros para sobrevivir y perdurar; por ejemplo las flores de las plantas se engalanan de vistosos colores para granjearse polinizadores, y las aves se revisten de increíbles plumajes y se especializan en sofisticadas coreografías para conseguir pareja. No somos excepción los humanos, necesitamos seducir, nos es indispensable para satisfacer nuestro instinto gregario, gracias a los cotejos de atracción se facilita el relacionamiento, la creación de afectos y querencias, el ejercicio de la sexualidad, de la procreación. Otra cosa es que para lograrlo, y en el caso presente que hablamos de las mujeres, estas tengan que someterse permanentemente a dolorosos designios masculinos, y creyendo que lo hacen por libre arbitrio.
Aquí nos hemos focalizado sobre el uso de tacones altos como un objeto con el que la mujer en un afán (inconsciente, muchas veces) busca intensificar su poder seducor, sin importarle los daños colaterales orgánicos que estos pueden acarrearle; sin embargo, el tema es más amplio y puede abarcar desde los anticuados corsés hasta las actuales cirugías de cara, senos, labios, liposucciones, depilaciones extremas y permanentes, maquillajes exagerados y hasta tatuados, cuyo objetivo es el mismo: atraer, satisfacer al macho sin importar el dolor o daño autoinfligido.
¿Están las femeninas occidentales repitiendo los sacrificios y deformaciones podológicas de sus antiguas congéneres chinas? Mucho me temo que sí. ¿Se justifica el erotismo como fruto del dolor diurno por las posibilidades de placer nocturno? Creo que es un alto precio. Los tacones limitan la velocidad de marcha e impiden caminar durante largos periodos y grandes distancias, ¿tiene validez ese ideal Confuciano en el siglo XXI? Soy de los que piensan que no.
El suplicio de los tacones femeninos: mero machismo
Sáb, 18/07/2015 - 16:04
En la antigua China a las mujeres desde temprana edad se les vendaban los pies fuerte y permanentemente para romperlos y volverlos más pequeños. Así atrofiados cumplían con el objetivo erótico qu