Rodrigo Granda, uno de los negociadores de las FARC, lo dijo. En entrevista reciente con la FM Radio afirmó que no le interesaba ser congresista. Que le daría pena hacerlo después “de haber luchado toda la vida”. Y nadie le creyó. A menos que sea una decisión muy personal y no comprometa al grupo guerrillero que representa. Porque los demás jefes guerrilleros se “mueren de ganas” por llevar a la arena política civil sus reclamos armados.
De Perogrullo que así sea. Porque las razones políticas están en el corazón del conflicto armado colombiano. Y por muchas que sean las distorsiones de una contienda bélica de larga duración como la nuestra, sus motivaciones políticas siguen latentes. Han servido para regular la confrontación, porque la formación política de la dirigencia de las FARC y del ELN mal que bien ha constituido una especie de dique de contención al poder devastador del narcotráfico sobre los pilares éticos de su hipotético proyecto revolucionario. Y hasta una cierta vergüenza mezclada con cinismo se adivina en las declaraciones de los jefes insurgentes cuando se refieren al secuestro y a otras graves infracciones al Derecho Internacional Humanitario. Y esa naturaleza política del conflicto es el principal activo para la paz negociada. La guerrilla sabe que al poder se accede por la vía de las armas o de las urnas. Navarro Wolff nos ha recordado que la fórmula para la paz en sociedades con conflictos políticos armados es el cambio de las balas por los votos. Y no sobra recordar el origen de la insubordinación armada. Todas las guerrillas colombianas surgieron como contestación a la estrechez del régimen político derivado del pacto del Frente Nacional y animadas por la ilusión de instaurar una sociedad más justa y democrática. Y su permanencia se ha alimentado por la recurrente y feroz persecución al opositor político que ha caracterizado a buena parte de nuestras élites políticas. Y que explican todos los enfrentamientos bélicos ocurridos a lo largo de nuestra sangrienta historia republicana. Es evidente que las FARC abandonaron la pretensión de “tomarse el cielo por asalto” con un ejército guerrillero al frente de una insurrección popular. Como en su momento lo hicieron buena parte de las guerrillas en la década de los noventa. O como lo hizo la guerrilla salvadoreña que hoy gobierna esa sufrida y pequeña nación centroamericana. No es ninguna novedad. Así lo ha entendido también el Gobierno Santos que asume la negociación como un escenario para construir las condiciones políticas e institucionales para que las guerrillas defiendan en la civilidad sus ideas y proyectos de sociedad. Algunos sectores reclaman una reforma política para facilitar la transformación de las guerrillas en movimientos políticos. Otros piensan, como el Senador Sudarsky, que la paz es una buena oportunidad para construir una nueva arquitectura institucional que reforme de fondo el régimen político. Otras voces más modestas aconsejan al gobierno usar el Marco Legal para la Paz para otorgar favorabilidades políticas a las FARC si se deciden por la paz. En cualquier caso y observando los límites que establece la justicia transicional en materia de derechos de las víctimas, debemos prepararnos para recibir a las FARC y ojalá al ELN en la controversia política civilizada. Y en la competencia electoral. Así a Granda le dé pena. @AntonioSanguinoLas Farc y la política
Lun, 18/03/2013 - 01:01
Rodrigo Granda, uno de los negociadores de las FARC, lo dijo. En entrevista reciente con la FM Radio afirmó que no le interesaba ser congresista. Que le da