Libertad de Expresión sin condicionamientos

Sáb, 24/01/2015 - 16:57
“Para los ciudadanos, libertad de expresión significa
 tener el coraje de manifestarse a favor de lo que creen,

Para los ciudadanos, libertad de expresión significa

 tener el coraje de manifestarse a favor de lo que creen,

sin recurrir a la violencia”.

Anders Fogh Rasmussen - exprimer ministro danés

  Voltaire1 Caudalosos y turbulentos ríos de tinta han corrido bajo los puentes de la prensa mundial enunciando, descifrando y analizando los despreciables e inaceptables hechos terroristas del 7 de enero 2015 en París; en el que dos animales domados en la bestialidad y el fanatismo asesinaron a golpe de Kalachnikovs a gran parte del equipo editorial del semanario satírico Charlie Hebdo. No sólo mataron a cruentos balazos a un prestigioso grupo caricaturistas franceses, sino que infligieron un golpe a la Libertad de Expresión, que de esta brutal manera intentaron acallar. Una batalla entre lápices y ametralladoras, entre ideas y pistoletazos, entre crítica y salvajismo, entre ironía y simplismo, entre razón ilustrada y fanatismo. Los hechos ya han sido contados de manera exhaustiva, dedicaremos entonces este escrito más bien a discurrir sobre el intento de exterminar la Libertad de Expresión, hecho que es tanto o más grave que el vil asesinato de los periodistas. Reclaman algunos que se proscriban los comentarios, las palabras, las declaraciones que puedan molestar a otros (en general, se refieren a ellos mismos) y que así se guarde respeto: un lugar común que les permite silenciar al otro para imponer su visión personal o de la comunidad a la que pertenecen. Tanto se ha manoseado la palabra “respeto” hasta transformarla en algo utilizado al acomodo de cada cual y según su conveniencia. Se ha vuelto herramienta eficaz para acabar con un debate, basta con decir al interlocutor “no me faltes al respeto” para que inmediatamente la argumentación lógica y racional se torne en una entrega en la que no reinen los argumentos, sino la forma que diluye el fondo. Esa tergiversada noción de respeto se convierte en la mordaza a la que acuden quienes piensan y actúan diferente a nuestro sentir. Así el concepto vapuleado se vuelve joker fácil de una discusión y con el que se frena cualquier expresión de desacuerdo, al tiempo que se condena al ostracismo la mínima crítica que se haga del proceder o pensar del otro. Respeto en su uso corriente se convirtió en callar, asfixiar nuestro lamento, acallar y dejar de formular nuestras ideas, no oponernos, asentir adulonamente, dejar hacer y decir pasivamente por inadmisible que nos parezca. Si nos remitimos al diccionario, el vocablo “respeto” tiene que ver más con veneración, con miedo, con manifestación de acatamiento que se hace por cortesía. Es decir, nada o muy poco tiene que ver, con razonamiento que permita conclusiones lógicas y argumentadas. Utilizada así acomodaticiamente y a ultranza, se convierte en un obstructor de la Libre Expresión y del intercambio sincero y constructivo de ideas, y por ende de sociedad. A menos que la meta sea mantener una sociedad en un estado de complacencia, de aparente sosiego, pero de atraso filosófico. O peor: de regreso al fatídico medioevo que algunos ignorantemente añoran. No, respeto no es callar y dejar que los demás actúen a expensas de nuestro pensamiento y de nuestro sentir. Es cierto que una buena discusión ha de tener unas normas que permitan la expresión con las palabras acertadas, con la debida amabilidad, sin que ello implique el freno del contenido; si cada vez que expresamos nuestras ideas nos cohibimos por temor a que nuestro propósito tenga ofensa, jamás avanzará la historia de las ideas; el crisol del pensamiento ilustrado se convertirá en una maquinaria estática cuyo objetivo será el filtrar aquello que no contraríe a nadie. El mundo de las ideas es algo bien diferente, es la expresión, ojalá cordial, de opiniones argumentadas y asertivas que permitan un avance y no una estagnación. La cortesía no es el fin de nuestro pensamiento racional ni filosófico, es solo un medio –ni siquiera indispensable– para hacerlo prosperar. Sueñan los totalitaristas de todas las pelambres, políticos o religiosos (en muchos casos son los mismos), con silenciarnos; los unos con prisión y uso de la fuerza cuando no con la muerte, los otros con argumentos teológicos. Que sea en nombre de una corriente política o de una doctrina religiosa el afán es el mismo: imponer freno a la crítica de las palabras, al cambio de ideas, a la contestación, dejar que imperen sin objeción las ideas recibidas, que reine el statu quo para bien de sus propios intereses o desidia de sus mentes. Unos emplean métodos extremos como los utilizados por los islamistas en París, o los regímenes comunistas que oprimen a sus poblaciones; otros intentan hacerlo con discreción para que la píldora se dore y se trague mejor, en esta categoría vemos al papa cristiano que sin empacho declaró recientemente que la Libertad de Expresión tenía límites. Claro, esos límites que impiden que se discuta sobre la fe o los vetustos principios que agobian a su comunidad católico-romana. Extremistas o prudentes ambos buscan lo mismo: acallar la crítica. En todo caso enmudecernos, evitar que haya cuestionamientos a sus dislates políticos y religiosos. Oh, cuántas veces son los mismos. No logran meterse algunos en sus cabezas que la Libertad de Expresión no debe tener trabas ni condicionamientos. Eso sí, esta está sujeta al derecho a réplica, al debate y a la vigilancia de la ley en caso de afirmaciones o acusaciones sin fondo probatorio. Si alguien se excede con sentencias infundadas es la justicia secular que debe actuar, es su oficio, pero no la censura previa ni la invectiva preventiva que tanto anhelan los totalitaristas. Más pernicioso que imponer censuras a la Libre Expresión es preconizar autocensuras; es decir, matar el embrión en el huevo, de manera que ni siquiera se preste a discusión: con eso sueñan algunos dizque en aras de una paz, de una evitación de discrepancias, olvidándose que el mundo de las ideas es forzosamente de debate, suave o álgido. Preconizan algunos el acallamiento para evitar conflictos, y como consecuencia de esta temeridad ocultar nuestro pensar, (dis)sentir, deseos e inconformidad. Dejar que prime el silencio frente a lo que no compartimos para preservar el ordenamiento social establecido, acogernos a mutismos y sigilos falaces, a lo políticamente correcto –compostura que nos es dictada y que bien puede ser lo opuesto de nuestro razonamiento–, asistir impávidos al desmoronamiento de nuestro yo, cómplices mudos de la destrucción de nuestra propia personalidad. A quienes atentan contra nuestra integridad ideológica se nos instruye para ignorarlos en vez de darles frente, nos enseñan a eludir la confrontación; a tenerle miedo al desacuerdo, pavor al antagonismo; a considerar la colisión peor que la verdad enunciada, que la franqueza, aún cuando sea expresada con tacto. “Deje así” se dice en lenguaje corriente. Sin darse cuenta de que la acumulación de divergencias no manifestadas infla el balón personal y el mismo social hasta que explota con estrepitosa virulencia haciendo más daño que si paulatinamente y de manera asertiva estas se hubiesen expresado y solucionado. Todo esto a costa de nuestro sometimiento y adhesión a la sacrosanta paz de la manada que no desea conflictos, ni divergencias y cree que el asentimiento impensado es garante de armonía social. La Libertad de Expresión es algo tan serio y anclado en el pensamiento filosófico occidental como para dejarlo en manos de curas, imanes, papas, ayatolás, pastores cristianos, rabinos o de políticos de turno que no quieren ver ensombrecidos o siquiera cuestionados sus ideas e intereses. La Libertad de Expresión es la esencia de la Democracia, esa que tratamos de construir en medio de un mundo complejo, en donde tristemente algunos apoyan limitaciones, totalitarismos y censuras.
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